Todavía demasiados gobiernos y dirigentes consideran que el cambio climático, el efecto invernadero y la amenaza cierta de una sexta extinción es una exageración de científicos fanáticos; una “hipótesis” que ha sido aprovechada por el izquierdismo internacional con los medios de comunicación y las redes sociales para montar un entramado conspirativo contra el capitalismo y la democracia. Es una media verdad.

Mientras Santiago de Chile arde, al igual que la selva amazónica y las principales ciudades de Ecuador, Bolivia y Colombia, la minería ilegal, oficial y semioficial destruye los bosques y la capa vegetal de Venezuela dentro y fuera del Arco Minero del Orinoco. Unos y otros se dicen de izquierda y proclaman que luchan por salvar el planeta, pero la realidad los desmiente.

Las cantidades de CO2, hollín y ceniza lanzadas a la atmósfera por la quema de bienes públicos y privados por jóvenes radicales o indígenas bolivianos autorizados y bendecidos por Evo Morales significan a corto y mediano plazo más producción de gases de efecto invernadero, más desempleo, pero sobre todo la prolongación de la inestabilidad y el ahondamiento de la crisis humanitaria, nunca la construcción de una sociedad más justa y sana. Unos tratan de engañar a los distraídos a sabiendas de que mienten, mientras que otros lo hacen por ignorancia con terribles consecuencias en la existencia de humanos, animales y plantas. Peligra el planeta.

El término “progresista” y su variante en otros idiomas es arduamente utilizado por la izquierda para enunciar un supuesto compromiso con la justicia social y la mejor calidad de vida. En los tiempos estalinistas, de comunismo duro, sin libertades y con campos de concentración para los enemigos políticos y sociales –demócratas, burgueses, pequeñoburgueses y homosexuales en toda su frondosa definición– el progresismo era uno de los tantos motes con los que se escurrían los militantes del PC, del Partido Comunista, que es único y universal, sin diferencias nacionales ni locales. Como una reminiscencia, el PSOE llama “progresista” su pacto con los chavistas de Podemos en un rústico mercadeo político. Cuba, con 60 años de atraso y precariedad absoluta, se dice progresista, también antiimperialista, aunque su conducta ha sido de procónsul.

Con el posmodernismo el uso de la palabra perdió furor, pero poco a poco se le fue restituyendo con el mismo fin de siempre: enmascarar la realidad, ¿se acuerdan del “proceso” en los primeros años del chavismo?

Antes de que fuera derribado el Muro de Berlín y quedaran al descubierto todas las podredumbres y fracaso ocultos detrás de la Cortina de Hierro, un grupo de filósofos franceses, ante la incapacidad del marxismo no solo de interpretar el mundo y cambiarlo según sus propuestas de reingeniería social, inventaron el “posmodernismo”. Una interpretación del mundo y de Occidente que fascinó al mundo académico “progresista”, aunque cuestionaba al ídolo Karl Marx y reivindicaba a Nietzstche y a Heidelberg en sus postulados de destrucción de los valores occidentales, no solo morales sino también científicos: nada es absoluto, todo es relativo; dudan de la razón y equiparan la brujería con la física del estado sólido, ambos son saberes válidos.

Si el fin justifica los medios en el marxismo más rústico, en el posmodernismo la verdad es un asunto de mayorías, de cuantos crean que una mentira es verdad o existe determinada situación. Se descarta la comprobación y se miden las fuerzas. La fórmula se aplica en todas las esferas de la vida. Eliminada la ética social y la ética profesional, también es arrasada la ética de la Tierra, la que establece que los humanos son parte de una comunidad de seres vivos, no los dueños, que no hay que presentar cuentas a nadie, mucho menos a la ciudadanía que se ha transformado en pueblo municipal y espeso.

Sin ética ni valores toda ideología es quincallería y la religión, las creencias ancestrales, les sirven para servirse de la ingenuidad humana. De ahí que veamos a iconoclastas pidiendo perdón con un Cristo en la mano, que se fomenten las creencias esotéricas, la idolatría, la santería en todas sus variantes y se arremeta contra valores como el respeto a lo ajeno. Quienes defienden los valores de la familia, la amistad y la solidaridad son presentados como anticuados o demodé.

Con demolición de la verdad y la razón, de la ciencia y de la ética –de ahí su vínculo con el narcotráfico, los pranes y el sicariato– también se derriban otros pilares de la civilización como el lenguaje. Ya no importa lo que se dice y cómo se dice, sino la repetición de un valor, de un sueño, de un deseo, y todos pueden hacerlo con sus palabras, con su imaginación, con sus carencias. Aparecen en la televisión y son virilizados en las redes sociales aunque nada se les entiende ni nada dicen. Aquel grito de “todos somos poetas” viene por esos lados. Es la destrucción de la civilización, no su sustitución por otra mejor o más avanzada. Nihilismo absoluto.

El desastre empezó en el mundo académico y no se detiene. Desbarrancado el rigor científico y académico, el objetivo es convertir las universidades, los centros de altos estudios y de investigación, en porfías entre analfabetas o en entidades dispensadoras de títulos, no de conocimiento o de saber. Ahí está el estrangulamiento presupuestario y las tomas por agentes exógenos, sean del pranato callejero, el caso de la Universidad de Oriente, o del judicial, caso de las elecciones en las universidades autónomas y semiautónomas. La deriva del Instituto de Estudios Avanzado en un centro de folklore y de artesanía costumbrista, que obvia entre sus tareas de investigación los desastres ecológicos y sociales que ocurren en el Arco Minero, puede significar un salto irreversible a la oclocracia, lo contrario del gobierno de los mejores.

Todo lo anterior, más lo que se queda en el tintero, da luces de que es cierto que los rojos, en su versión antigua, y los noveleros “progres” los colores han inventado o, mejor, son inexcusables causantes de una alta proporción del calentamiento global. Ahí están los desastres ambientales ocasionados por la Unión Soviética, en lo que Chernobyl, no es exactamente el peor si se cuenta el exterminio de 100 millones de presuntos “contrarrevolucionarios”; los desvíos de grandes ríos en China y su incipiente desarrollo industrial a costa de la naturaleza y de su propia gente. Su capitalismo salvaje es tóxico. Produce para el consumo humano arroz de plástico o leche de cualquier otra sustancia indigerible.

Las protestas con quema de caucho y autobuses, saqueos y destrucción a martillazos del mobiliario público –como hizo la influencer colombiana Daneidy Barrera, conocida como ‘Epa, Colombia’– tampoco son ecológicas. Lanzan más carbón a la atmósfera que todos los laboratorios farmacéuticos de Alemania que Eduardo Samán quiere sustituir con medicina yanomami y pemón, las etnias indígenas que el ELN y sus secuaces masacran en el estado Bolívar para quitarles el oro y las tierras. Vendo manual de convivencia a la intemperie.

@ramonhernandezg


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