Encontrar explicación suficiente, seria y además objetiva sobre aquello que acontece en la vida política del país, conlleva un esfuerzo trabajoso que ante todo exige inteligencia, serenidad y mesura. Para quienes asumimos la democracia como forma de organización del Estado en que las decisiones colectivas se construyen mediante mecanismos transparentes de participación popular –aquellos que confieren legitimidad de origen y de ejercicio a sus representantes electos–, es muy difícil adoptar una postura enteramente desprejuiciada ante los hechos que constituyen nuestra realidad doméstica; comprender este alegato y asumir cada quien su cuota parte de responsabilidad sobre los hechos registrados en esta página oscura de nuestra historia republicana, es trámite inapelable al momento de identificar posibles soluciones.

La llegada del populismo extremo en 1999, con sus ribetes ideológicos, pasionales y revanchistas, se propuso instrumentar nuevos ideales y procedimientos encauzados a refundar la República, muy pronto devenidos en germen de una polarización que dividió la opinión pública en dos grupos marcadamente antagónicos. También y como en 1899 aparecerán “nuevos hombres” que darán fisonomía propia a su ejercicio de la función pública –el estilo generalmente insensato y pedestre que han expresado sin recato en la política nacional–.

El colapso de las instituciones democráticas a partir del ominoso proceso constituyente de 1999, fue sin embargo de la entera responsabilidad de quienes entonces ocupaban cargos de dirección en el Congreso Nacional, en la Corte Suprema de Justicia, en el Ministerio Público, en los tribunales de instancia, igualmente en los poderes locales; hubo quienes actuaron con desdén e irresponsabilidad palmaria, incluso incomprensión de aquello que verdaderamente tramaba la clase política emergente, también los hubo espoleados por un inconfesable oportunismo político que les hizo suponer que aquella sería coyuntura idónea para alcanzar antiguas o incluso desechadas ambiciones.

Los sucesos registrados en días recientes en la Asamblea Nacional desdoblan y aún profundizan el declive de nuestro sistema social; se hizo evidente la disfuncionalidad de una estructura que perdió las pautas mínimas de razonable interacción entre miembros de la colectividad nacional. Una consecuencia directa de la referida polarización auspiciada por el régimen en funciones de gobierno. No hay espíritu de solidaridad, tampoco de agrupación en una sociedad que creímos más o menos homogénea –al menos capaz de serlo–, en la medida que poseía valores compartidos, esencialmente democráticos y orientadores de saludables conductas en el ciudadano común y sobre todo en la dirigencia política. ¿Adónde han ido a parar las buenas costumbres, la observancia de la ley, los usos y acuerdos que dan forma y viabilidad al pacto social? Afortunadamente hay excepciones que nos permiten recoger esperanzas de superación del inmenso desastre que nos envuelve como nación; allí están el arrojo y ejemplo de civilidad del liderazgo opositor que terminó imponiéndose sobre el bochornoso golpe parlamentario del 5 de Enero.

Queda demostrado que las insistencias inútiles del régimen, también ingenuas, carentes de sentido práctico, viabilidad y significado para la coexistencia pacífica y civilizada de los venezolanos –lo que hace pocos días se vivió en la Asamblea Nacional es muestra de ello, tanto como la exigua vigencia del petro o los anunciados ejercicios militares que no demuestran ni refuerzan nada–, responden a intereses sectarios que van más allá de lo meramente ideológico –si es que se puede acreditar como ideología aquello que reiteran con tanta insistencia–; motivaciones de orden crematístico –concebidas en beneficio privativo de unos cuantos asimilados al partido de gobierno–, aunadas con la desmedida ambición de poder que creen ellos les asegura protección y prebendas, determinan la acción pública del sector oficial y por ende el destino del país en que vivimos. Abruma reconocerlo, pero entre nosotros se ha traspapelado la ética de la función pública, un mal que igual viene afectando a muchos integrantes de grupos de oposición, como hemos visto en los últimos tiempos.

Pero el régimen es incapaz estabilizar políticamente el país, paso ineludible para retomar la sana convivencia entre ciudadanos que tienen pleno derecho de sostener sus propias convicciones, para retornar a escenarios de acercamiento y colaboración a nivel internacional –indispensables para el levantamiento de las sanciones– o para reasumir el papel que alguna vez cumplimos como referente regional en materias económicas y políticas. Se trata pues de un régimen apabullado a consecuencia de sus repetidos yerros y excesos, pero además inconsciente de su apremiante circunstancia que le obliga a entenderse con el país (énfasis añadido) y con la comunidad internacional –no se trata únicamente de conciliar con la oposición política–, una avenencia que no puede abordarse como hasta ahora en términos excluyentes. Y es que de no aproximarse a una búsqueda eficaz de posibles remedios consensuados, el país se expone a salidas violentas, de alcances traumáticos, sin duda indeseables. Es la opción sobre la mesa que para muchos se presume inevitable.

La oposición política también está llamada a revisar su actitud frente a la crisis. Sin desmerecer logros y posiciones valientes de la dirigencia opositora en el pasado y sobre todo en días recientes, es necesario abrir caminos realistas, inteligentes y de equitativo entendimiento que permitan acercar a las partes sin temores ni prejuicios; entendamos que no todos en el llamado “oficialismo”, tampoco en la oposición política, pueden ser interlocutores válidos y competentes. No es asunto sencillo, dada la naturaleza del enfrentamiento y sobre todo cuanto se ha dicho y se ha ejecutado de modo capcioso desde el gobierno en funciones; o es que ¿acaso lo que sucedió en las afueras del Capitolio y en el Hemiciclo de sesiones de la Asamblea Nacional no estuvo impregnado de premeditación y alevosía? Tampoco el liderazgo opositor –salvo honrosas excepciones– queda exento de graves culpabilidades en este largo proceso de destrucción del país.

Tal como están las cosas, no parece haber mejor alternativa para ambas partes, dado que ninguna de las dos ha podido imponerse. Y no se trata de reanudar diálogos que no son tales, ni de hacer concesiones espurias u otorgar amnistías a quienes no las merecen –entre ellos diputados de oposición a quienes debe aplicarse el peso de la ley si llegaren a comprobarse sus felonías–. El problema es muy serio y se requieren hombres serios, honestos y cualificados para resolverlo. Si fuere posible, hay que sentarse y concertar las bases de la transición que habrá de imponerse de manera inexorable –por la fuerza o el entendimiento entre las partes–; eso viene, se percibe en el ambiente nacional y sobre todo internacional –donde quizás se esté jugando la suerte de la República–.


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