Después de tantos años de rechazos, condenas y exhortos internacionales ante la destrucción del Estado de Derecho en Venezuela, es natural preguntarse qué tanto importan las recientes reafirmaciones de posiciones y propuestas de la mayoría de las democracias del mundo.

Lo cierto es que tras la densa secuencia de declaraciones e iniciativas internacionales de 2019 ante el escalamiento la crisis política venezolana, las de este año han sido menos frecuentes, pero a la vez muy significativas y merecedoras de evaluación en el entorno presente —internacional y nacional—, tanto en cuanto al papel de las palabras y las acciones como, muy especialmente, en cuanto a su sana articulación con los esfuerzos nacionales.

Aun en medio de una situación internacional en extremo compleja como la presente, se ha mantenido la atención al derrumbe venezolano en todas sus dimensiones. Esto ha sido especialmente visible ante la emergencia humanitaria que sufren los venezolanos dentro y fuera del país, aunque la ayuda sigue siendo insuficiente a la vez que complicada por el gobierno, entre obstáculos, mala gestión, corrupción y politización. En todo caso, se suman apoyos como los de la Conferencia de Donantes en solidaridad con los refugiados y migrantes venezolanos, varias  iniciativas gubernamentales y no gubernamentales, unilaterales y multilaterales para hacer llegar asistencia al país en condiciones de transparencia y eficiencia, así como el apoyo y compromiso de cooperación de la Organización Panamericana de Salud en el acuerdo del 1 de junio entre representantes de la Comisión para la Ayuda Humanitaria de la Asamblea Nacional y el Ministerio de Salud. De modo constante y consistente, los informes de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas —el más reciente del 2 de julio— no cesan de documentar, evaluar, alertar y hacer propuestas en el amplio espectro de los derechos humanos.

Esa atención también se ha mantenido sobre las implicaciones geopolíticas y de seguridad de la crisis misma y de las alianzas en las que el régimen se atrinchera; atención que se materializa fundamentalmente en las medidas asumidas por el gobierno de Estados Unidos, particularmente en el régimen de sanciones directas e indirectas, pero también en convocatorias, denuncias, posiciones y propuestas en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas desde 2017. Con su propia dinámica institucional, la política externa europea se ha ocupado de esa trama geopolítica a través de actuaciones diplomáticas ante gobiernos que han sido críticos para la complicación o resolución de la crisis venezolana, entre ellos los de Turquía, Irán, Rusia, China y Cuba.

El caso es que ahora se manifiesta con especial énfasis la preocupación por el problema político de fondo; la causa última que no es otra que la pérdida del Estado de Derecho en Venezuela. Así se lee en las reacciones ante las decisiones del Tribunal Supremo de Justicia entre el 26 de mayo y el 16 de junio, que apuntan precisamente a destruir lo que va quedando de oportunidad para la recuperación pacífica, democrática y constitucional del Estado de Derecho.

Ese escalamiento destructivo que comenzó hace dos décadas y ahora se acelera ha provocado internacionalmente expresiones de condena, a la vez que la reafirmación de que, para  su recuperación, la realización de elecciones libres y competitivas es un paso fundamental. Es eso lo que ha caracterizado a las respuestas de una cantidad creciente de gobiernos ante pasos críticos en el proceso de demolición institucional venezolano dirigidos a la eliminación de la representatividad, la libre deliberación, el control administrativo y el contrapeso político de la Asamblea Nacional. Entre los hechos más recientes y relevantes son de destacar la inconstitucional  convocatoria y elección de la asamblea nacional constituyente en 2017; al año siguiente, en mayo, la apresurada elección presidencial carente de elementos esenciales de integridad; en 2019,  la juramentación de Nicolás Maduro, el abandono de las negociaciones mediadas por el Reino de Noruega y la instalación de una mesa de diálogo nacional con partidos minoritarios no representativos de la oposición y, en enero de 2020, el uso de la fuerza para impedir el acceso de la mayoría de diputados opositores a la sede de la Asamblea Nacional para la juramentación de su directiva. En esta selección de hitos —a la que cabría añadir muchos más, relativos al cercenamiento de derechos— se expresa lo esencial de la preocupación que reaparece en las declaraciones internacionales que durante el mes de junio, tras la ofensiva del TSJ,  han suscrito la Unión Europea, el Reino Unido y algunos otros países vecinos (el 4 y el 16 de junio), Estados Unidos,  el Grupo de Lima, el Grupo Internacional de Contacto y muy recientemente la OEA en su resolución del 27 de junio, particularmente notable por su aprobación sin votos en contra. Es explícita en todas ellas la calificación de la gravedad de estas nuevas arremetidas contra la Asamblea Nacional, el sistema electoral y los partidos opositores más grandes; decisiones que, en palabras de la segunda declaración europea, “reducen al mínimo el espacio democrático en el país y crean nuevos obstáculos a la resolución de la profunda crisis política de Venezuela”.

Ahora bien, y finamente, la significación efectiva de estas reafirmaciones se medirá en un entorno interior y exterior en extremo complejo, desde donde sea que se le mire. Se requiere como nunca antes que los necesarios apoyos, presiones e incentivos internacionales sean reevaluados y concertados ante un régimen para el que el momento es también difícil pero que opta sin escrúpulo alguno por utilizarlo para atrincherarse frente a las democracias y confiarse en su apertura incondicional ante socios autocráticos que tienen sus propias apuestas en un tablero mayor; todo ello para sostener a toda costa su control interior. Así hemos visto no solo su reacción contra la OEA y Estados Unidos, ya históricas, sino también la descalificación del Grupo Internacional de Contacto, las amenazas al gobierno español y la expulsión de la representante de la Unión Europea en Caracas.

Con todo, como lo recuerda una y otra vez el conjunto de países democráticos que hacen estas reafirmaciones —también Estados Unidos, para el buen observador y lector de su declaración del 16 de junio y, antes, de la propuesta del Marco para la transición democrática de Venezuela— el mensaje más importante es que el esfuerzo enorme e insustituible de recuperación es venezolano, la reafirmación democrática de los venezolanos, que requiere y merece un esfuerzo especial que vale la pena, para cerrar con el título y la invitación a ver un foro muy realista y a la vez inspirador, con tres talentosos e infatigables demócratas de Venezuela.


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