Cada vez que Delcy Rodríguez o su hermano, Jorge Rodríguez, salen por televisión adelantando un parte médico sobre los avances del covid-19 tenemos que oír su inflamada retórica sobre la evolución de la enfermedad en Brasil, Colombia, Perú, Ecuador y demás países del hemisferio, salvo los que son de orientación socialista, con el propósito de compararse con ellos.

Ni hablar cuando aparece el propio Nicolás Maduro, quien hasta hace poco se hinchaba de felicidad cuando afirmaba que éramos el país de menor impacto del coronavirus en el continente.

Se felicitaban entre ellos, se regalaban palabras de elogio, se embriagaban en su propio torneo de alabanzas. Sin embargo, hemos visto y oído por sus mismas declaraciones que el disparo ascendente de la curva de contagiados es asombrosa y alarmante.

Ya no pueden seguir vanagloriándose de sus éxitos en materia de lucha contra el covid-19, y ya deberían dejar de hablar de la forma como se manejó y maneja el asunto en Estados Unidos o en Colombia, sino que deberían afrontar las consecuencias de sus medidas y actos.

Como es normal, desde el Palacio de Miraflores usurpado buscan explicaciones y excusas para ocultar su propia incapacidad. Aseguran que el culpable de los contagios en el país es la ola de venezolanos que retornó a las fronteras nacionales huyéndole al coronavirus y a la xenofobia. No obstante, ellos no responden la pregunta esencial: ¿por qué esos venezolanos se tuvieron que ir del país en primer lugar?

Ellos responsabilizan a los venezolanos que retornan como el principal foco de contagios en el país; sin embargo, se olvidan de que fueron sus políticas de hambre las que obligaron a miles de venezolanos a buscar suerte en otras latitudes y a conseguir el futuro que aquí se les negaba y aún se les niega.

Ahora, tras su fracaso epidemiológico y el fiasco de su flexibilización de la cuarentena, anuncian la radicalización de la política de distanciamiento social. Sin embargo, estas acciones están condenadas al fracaso como las anteriores.

La razón de ello es que el gobierno usurpador no puede obligar a los ciudadanos a quedarse en su casa sin alimentos, sin medicinas, sin gas, sin agua, sin electricidad; sin capacidad de atender las emergencias que ocurran en el devenir de los días encerrados.

Ya la población pasó más de tres meses en sus casas sin nada y esa población no parece dispuesta a repetir la misma realidad dos veces.

Los venezolanos le dieron de alta a la cuarentena por la vía de los hechos; además, la poca credibilidad del gobierno usurpado hace que los ciudadanos no tomen en consideración ninguna de las medidas o recomendaciones que se desprendan desde la sede del poder secuestrado.

Frente a este dilema se encuentra la nación, por un lado la amenaza cierta del virus chino que sigue poniendo el peligro a la humanidad entera; por el otro, una usurpación fracasada en el tema de salud y una población que pareciera tenerle más miedo al hambre que a la enfermedad.

Cuando el venezolano de a pie escucha la frase «radizalización de la cuarentena» lo entiende como la «radicalización del hambre» y esto no lo entienden o no lo quieren entender quienes controlan el Estado venezolano, y en resumen esta es la verdad de nuestra tragedia nacional.


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