La nueva normalidad trajo consigo protestas multitudinarias en varios países, todas estás reivindicaciones vienen a imponerse contra el implacable racismo que desde hace siglos ha venido cegando vidas.

Vienen cayendo las estatuas pero no los racistas. La historia siempre será la historia, por dura que sea, esa es la historia, nada cambia con derribar algunos bustos, nadie podrá reparar el daño que hicieron, pero han sido esos momentos históricos los que nos han permitido avanzar en la protección de los derechos humanos y la instauración de los principios de igualdad, dignidad y derechos de los seres humanos.

La Declaración de los derechos humanos de 1948 fue una gran victoria al exhortarle al mundo que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. Destaca un régimen de derecho como esencial para la protección de los derechos humanos, teniendo entre sus fines la construcción de una sociedad donde los ciudadanos puedan disfrutar sus derechos, sin que sea necesario recurrir al supremo recurso de la rebelión si hay una situación extrema de tiranía u opresión que exige esta respuesta por parte de los ciudadanos.

Lastimosamente nos encontramos actualmente con que a pesar de haber avanzado un enorme trecho en el tema que nos ocupa, se sigue discriminando a las personas basados en distintos elementos de diferenciación.

Discriminar a personas por su color de piel no es el único ejercicio posible de racismo, ocurre en Venezuela que por la tendencia política pasamos a ser menospreciados, sigue siendo el mismo caso, pero aplicado por causas distintas. Un ejemplo de ello es el apartheid que se gestó desde el gobierno de Hugo Chávez, y que aún se mantiene como elemento discriminatorio similar al racismo, llamando pueblo a sus seguidores y escuálidos a sus detractores, cuando solo se puede acceder a beneficios sociales si se está inscrito en el partido del gobierno o cuando firmar en contra del Gobierno se convierte en una estigmatización.

Este tipo de acciones discriminatorias van creando en la sociedad una valoración negativa de rechazo o desprecio a tal punto que puede convertirse en un elemento educativo y arraigarse un antivalor que conllevaría a luchas y aversiones entre colectivos, por ello es necesario aplicar la Ley en un justo valor ya que los privilegios que se conceden a algunos pueden llegar a ser discriminantes y en detrimento de otros.

La igualdad es tan complicada que hasta en la reclamación de justicia resulta tener más apoyo una víctima que otra, es imposible no sentir tristeza viendo el vídeo de la asfixia a George Floyd, la misma tristeza que el último video de Óscar Pérez. Los crímenes por brutalidad policial deben equipararse y reclamarse uno a uno hasta sus últimas consecuencias.

Es deber, principalmente de los gobernantes, infundir en la sociedad la igualdad que tenemos en todos los planos de nuestro quehacer diario, sin menosprecio alguno y sin supremacía de unos sobre otros; se debe infundir culturalmente el respeto mutuo mas allá de legislar al respecto, pues si lo escrito no se aplica es simplemente letra muerta.

Tanta reclamación genera expectativas sobre la posibilidad de erradicación de toda forma de discriminación, esperemos que se extienda a toda injusticia en el mundo y que como humanos nos apoyemos mutuamente.

Cuando mencionamos que la historia siempre será la misma, no implica que sigamos tolerantes está clase de conductas, cambiemos el futuro que no sea lo único que se puede hacer, para ello menos ataque a las estatuas y más a los gobiernos asesinos. Es preferible un tirano enjuiciado que miles de estatuas en el suelo.

Sucedido como ha sido todo esto, nos resta analizar la verdadera solidaridad sin dejar de alzar fuertemente nuestra voz a favor de las víctimas del racismo y en la misma proporción reivindicar a nuestros héroes caídos a manos del régimen por su forma de pensar.

«Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión”, una de las mejores frases del célebre Nelson Mandela.


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