En una Norteamérica alternativa, la ley no tiene rostro. O al menos lo cubre para evitar ser destruida —avasallada— por el peso de la violencia. En el mismo escenario, los supremacistas están convencidos de la necesidad de refundar el orden social, para sostener una versión del país basada en la segregación. La propuesta tiene eco y también una connotación cultural que de pronto transforma al país en un hervidero de violencia, tan cerca del estallido como de la completa disolución. Los héroes y villanos son reflejos de algo más turbio y doloroso: los símbolos de la confrontación histórica entre la discriminación como una forma de comprender a la cultura e incluso, meditar sobre ella como parte de algo más perverso. En el mundo de los Vigilantes, la raza es un tema crítico y tanto, como para abarcar la percepción del otro y la forma en que la justicia se ensambla con temas más amplios. Un espacio tenebroso lleno de rostros anónimos.

La adaptación para televisión de la novela gráfica Watchmen creada por Damon Lindelof para HBO, construyó una versión del racismo que hace unos pocos meses, pareció incómoda e incluso, fuera de lugar. De inmediato se especuló que la serie utilizó la percepción sobre la segregación en suelo estadounidense como un elemento efectista del argumento, lo que convertía a la la diferencia racial en una línea retorcida en mitad del amplio Universo imaginado por Alan Moore. Para bien o para mal, el hecho de incluir la discriminación dentro de un argumento especulativo, teñía las posibles respuestas de cierto simbolismo impreciso. ¿Utilizaba el showrunner la vieja herida social estadounidense como una forma de desconstruir el mundo de Watchmen y agregar interés contemporáneo? ¿Era irresponsable el punto de vista que la serie aportaba sobre lo ocurrido en Tulsa en el año 1921 y que convertía el conflicto racial en una frontera hacia un país dividido? ¿Qué podía agregar al debate una ficción reconocida por su complejidad, pero cuya base narrativa no tenía relación directa con el tema?

No hay respuesta sencilla para el mal que metaforizó la adaptación de la célebre novela gráfica, aunque meses después, su vigencia parece reforzarse por el mero hecho de sostener una perspectiva durísima sobre la concepción del otro en un país de supuestas plenas libertades. Hace unos años, el crítico Oliver Lyttelton ponderaba en su artículo «Why Are So Many Modern Movie Villains So Bad And Boring?» sobre el hecho que pocos villanos reflejaban el mal moderno. Que desde el imberbe Kylo Ren hasta el desigual Lex Luthor de Eissenberg, el mal parecía haberse convertido en una visión inherente a cierto grado de dolor existencial, como si la maldad fuera un vestigio de una angustia espiritual, más que una postura moral. Pero en Watchmen, el villano a enfrentar no era un hombre o en todo caso, no uno sostenido por un tipo de versión sobre el poder pervertido en algo más profundo. En realidad, el invisible mal en la serie, utilizó racismo vinculado y sostenido a una visión de la angustia espiritual colectiva, convertida y reformulada para sostener el miedo a la diferencia. En Watchmen, el racismo representa el mal destructor, algo más parecido a una noción sobre el horror que al dolor moral. Una representación elegante y elocuente sobre la maldad como elemento esencial del espíritu humano.

Con su aire moderno y limpio, repleto de símbolos de la cultura pop y en especial, referencias cruzadas al universo de la novela creada Alan Moore y Dave Gibbons, la serie se planteó la concepción del miedo desde la discriminación y la segregación, un riesgo calculado que convirtió a la historia televisiva en una mirada elaborada sobre el mal — con claras referencias políticas y elucubraciones sobre el peso cultural —que no solo mostró el reverso oscuro del estilo de vida norteamericano, sino también, algo más duro—. Para Lindelof, crear un paralelismo inmediato entre la narración de Moore y la concepción del prejuicio, permitió a los célebres personajes y también, a la icónica historia evolucionar y a la vez, hacerse preguntas sobre la Norteamérica de Trump. Después de todo, el cada vez más directo discurso supremacista en varios estados del país, parece sostener una concepción inquietante sobre la identidad cultural y sobre todo, la manera que en el estadounidense analiza, concibe y reflexiona sobre el peso de la discriminación cultural. Y Watchmen, convertida en testimonio de la caída de los héroes, de la muerte del ideal y la desesperanza reconvertida en rencor, no sólo reflejó esa desilusión esencial, sino que la transformó en una mirada dolorosa sobre una sociedad rota.

Por supuesto, Lindelof no es el primero en reflexionar acerca de la distancia histórica de la Norteamérica racista o al menos, sobre el racismo como un mal interior que difícilmente puede erradicarse sin entender el sistema que le sostiene. Ya el ganador del Pulitzer, Colson Whitehead lo meditó de forma clara en su libro de 2019 The Nickel Boys: las tragedias que involucran crímenes de odio se analizan desde una perspectiva netamente norteamericana, que incluye una culpa leve, inmediata y superficial y un olvido rápido. O al menos, una mirada casi tímida sobre la envergadura de una tragedia como la que describe en su libro y la que ocurrió en la vida real. El racismo es un peso real, condiciona la forma en que se comprende lo ocurrido. “De haber sido chicos blancos, la noticia de sus muertes sería parte de la historia del país. Pero solo son chicos negros, de modo que deben ser olvidados”, escribe Whitehead sobre el asesinato de un grupo de niños afroamericanos en un internado estatal de Florida. El escritor no solo dirige la mirada hacia el punto álgido de cómo se comprende la discriminación en un país que normalizó la segregación de generación en generación, sino que además analiza la escalofriante perspectiva de una cultura en la que el color de la piel, determina incluso el reconocimiento de la propia existencia.

El bien y el mal, el misterio entre ambas cosas

Alan Moore decidió crear una historia espejo de la Norteamérica que perdió su inocencia durante la guerra de Vietnam. Lo hizo, además, desde el punto de vista de la derrota moral y de consciencia que supuso una guerra insostenible que terminó por traumatizar a toda una generación. Y utilizó los símbolos más tradicionales de la cultura de masas del país para mostrar la muerte del mito y la desesperanza: los superhéroes perdieron su cualidad impoluta y se derrumbaron como ídolos de pies de barro, llevando consigo la moral, la obsesión por la tradición y la versión del conservadurismo tradicional de un país obsesionado por sus símbolos. Para Moore, tanto héroes como villanos son expresiones del mismo horror, de la misma visión deformada sobre el miedo, pero sobre todo del heroísmo y la crueldad comprendidos como dos elementos alienados que crean algo mucho mayor: un caos sin reglas o respuestas. El existencialismo absoluto. Para Moore, todos los personajes en Watchmen padecen del mismo tipo de locura, solo que una resulta “benigna” o al menos aceptable para una sociedad ególatra y despiadada que admite al monstruo —cualquiera sea su rostro— como una percepción de sí misma, mientras que el resto, son solo variaciones de lo maligno según los terrores de la cultura.

¿Se trata de esa ruptura del bien moral y ético lo que convierte a la novela gráfica en un icono del cómic contemporáneo? ¿Es el asombro y admiración que provoca que provoca la reflexión sobre el escenario retorcido que plantea Moore, un ejercicio catártico que expone las grietas y dolores de una cultura convencida de su propia ruptura histórica? Se ha dicho que la popularidad de Watchmen tiene su origen en fenómenos parecidos a los que convirtieron en héroes a personajes moralmente ambiguos como la Madame Bovary de Flaubert, o ese Dante penitente que recorrió los infiernos para después contarlos como un paisaje de pesadilla. El argumento de la obra, indefinible por momentos y casi siempre, reconvertido en un símbolo de la moral contemporánea, parece convertirse con el paso del tiempo en un arquetipo, en una idea con la cual identificarse con enorme facilidad. Cada uno de los personajes de Watchmen representan un tipo de maldad moderna: desde el despreciable, astuto y en ocasiones directamente absurdo Comediante hasta la obsesión violenta de Rorschach por la justicia, el conjunto de antihéroes perversos de Moore juega con la posibilidad de un tipo de libertad absoluta inimaginable. A mitad de camino entre la ilusión borrosa sobre lo amoral y algo más perverso, el mundo de Watchmen es quizás una de los más tétricos y fascinantes de la cultura contemporánea.

Claro está, el argumento de la serie está profundamente arraigado en el trauma del afroamericano común y la identidad negra, que, bajo el tono de ficción de la serie, asume una extraña percepción sobre la posibilidad de ser analizado a una distancia objetiva. Se trata de líneas de poder y de enfrentamiento que se entrecruzan entre sí, bajo la imagen en apariencia inofensiva de personajes que simbolizan los diferentes estratos en que se normaliza la discriminación, un proceso de décadas que en la actualidad es más visible que nunca.

Antes de que la muerte de Floyd se convirtiera en un símbolo del gravísimo problema de desigualdad en Estados Unidos, ya Watchmen había mostrado con dureza la forma en que el racismo no solo invade, sino que cuestiona las instituciones legales y políticas del país, además de utilizar el símbolismo de una historia que medita con pesimismo sobre la identidad de un país herido por el odio, para mostrar las grietas que se extienden a través de una cultura en que la discriminación tiene un peso efectivo y real. Watchmen, que logró manejar las líneas narrativas de la historia clásica para superponer el mapa moderno de un mal escindido en lo moral, es una concepción inquietante sobre la forma en que los estadounidenses se miran a sí mismos. Esa simple aceptación de la disyuntiva de lo que consideramos «bueno» y más aún «éticamente aceptable». Por supuesto, quizás Watchmen reabrió heridas aún muy recientes: el resentimiento contra sus análisis desató una tenaz crítica al hecho concreto que la serie reflejó una bomba de tiempo a punto de estallar.

 


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