Puede aseverarse, fueron pocos de la Europa analfabeta, enferma y bélica los que supieron de la existencia, propósitos y estilos de vida de los tres papas que los Borgia aportaron a una cristiandad que milagrosamente pudo sobrevivirles. Muy bien que la conducción de la Iglesia quedara bajo la cotidiana responsabilidad de un hombre común, con defectos semejantes al resto de la humanidad, como en ocurrió en cualquier rincón del continente donde también hubo y fue conocido el humilde sacerdote que ayudaba a cargar la cruz de todos, cuales sucesores de Pedro, aunque muy mal para la distante tropelía y vanidad vaticana de entonces, muchas veces indiscreta, cuya única ventaja consistió en la lejanía y el desconocimiento por las grandes mayorías.

Absolutamente nadie pretende asimilar a Jorge Mario Bergoglio a una vida disipada y corrupta, facinerosa y hedonista, pero quinientos años después es fácil constatar que todos sus aciertos y desaciertos inmediata e irremediablemente se conocen, incluso, más allá de la importante comunidad católica mundial, integrándose al universo de las convicciones y emociones de una feligresía que aprende día por día de las puertas anchas y de las estrechas en el difícil trámite de la salvación eterna. La sola circunstancia del ascenso de un latinoamericano al solio papal, elevó inmensamente las expectativas de las otras creencias organizadas que experimentaron un formidable respeto por las actuaciones y pensamiento de Juan Pablo II y de Benedicto XVI.

Pertenecemos a una promoción generacional políticamente formada en el espíritu y la letra del Documento de Puebla, fruto de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano que tan familiar nos fue, tan tentada por la teología de la liberación de la que supo decantarnos pacientemente Ratzinger con los años, y ganada por el inequívoco compromiso antitotalitario de Wojtyła. El cambio de siglo, con la caída del muro de Berlín, expresión simbólica de un gigantesco e increíble derrumbe, nos hizo más optimistas, acaso, sin sospechar suficientemente del recrudecimiento de los regímenes de fuerza y, faltando poco, sustentados en las fortísimas corrientes delictivas de nuevo encaje y el terrorismo fundamentalista. No obstante, algo ocurrió y ocurre con Bergoglio, quien aparentemente no sabe adónde va, ofreciendo la versión alterna de un peronismo que supo también de los montoneros simpatizantes del militar  que curiosamente hizo escuela política e ideológica del cabaret en este lado del mundo.

Todavía aspiramos a estudiar a fondo el papado de Francisco I, desde sus principios, para intentar explicarnos las formidables omisiones que pasan por una insólita prudencia respecto al país de un reconocida propensión católica: la Venezuela de las libertades cercenadas, la de una catástrofe humanitaria inadmisible en una potencia petrolera, infiltrada por el terrorismo integrista,  bajo una pavorosa censura y represión ornamentalizada por una guerra no convencional que la jura definitivamente feliz y arreglada. Y, huelga comentar, cuyo régimen se burló hasta el hastío de las gestiones que intentó la diplomacia vaticana para aliviar la situación y buscarle la salida más sensata, no otra que la del propio régimen causante de los males, finalmente abandonadas para aceptar una coexistencia que tiene por garantía el silencio papal.

Ahora, algo semejante acaece en Nicaragua con el reciente allanamiento de la sede de la Diócesis de Matagalpa, y la detención del obispo Rolando Álvarez, cinco sacerdotes, dos seminaristas y un camarógrafo, bajo la temeraria acusación de organizar a grupos violentos, desestabilizar el Estado y atacar a las autoridades constitucionales, por esa rolliza fantasía que todo régimen de fuerza experimenta de disponer de un cierto mobiliario institucional que provoque una suerte de feng shui democrático.  Los hechos, nada ocasionales, se suman a expulsiones y detenciones practicadas durante bastante tiempo a las que se agrega el sabotaje de los oficios religiosos, impidiendo la entrada de los propios feligreses a sus templos; quizá algún desprevenido pueda creerse en medio de una remota escena bolchevique, obviando que el socialismo nicaragüense, el que confiscó descaradamente al sandinismo, tiene por soporte el pensamiento mágico-religioso que igual caracteriza a su par venezolano.

San Juan Pablo le prestó un enorme servicio a la humanidad, sin necesidad de desdoblarse en el simple dirigente político que nunca fue, insinuado hoy como el papel que deseamos para el titular del Vaticano. Aspiramos a que Bergoglio repare en la vil existencia de los  regímenes  de barbarie como ocurre en Venezuela, Nicaragua, Cuba, estando en el mismo camino otros países de la región, en lugar de presumirlos como superados frente al populismo y al liberalismo, consagrados en la carta encíclica Fratelli tutti de 2020 (números. 156 ss., 163 ss.), atreviéndose a denunciar públicamente la inaudita cifra de 8 millones de venezolanos desplazados y refugiados a fin de darle concreción real  a la prédica (números 37 ss., 129 ss.), y a ejemplificar con lo que acontece en Nicaragua el desconocimiento de la religión al servicio de la fraternidad (número 271 ss.).

Todavía se siente el regaño de Juan Pablo II a Ernesto Cardenal, en el aeropuerto de Managua hacia 1983, siendo necesario que se explique en todas las homilías simultáneas de solidaridad de la Iglesia Católica venezolana con la nicaragüense que bien puede coordinar la Conferencia Episcopal, prontamente. Otras creencias organizadas en el país deben pronunciarse igualmente porque el desconocimiento de la libertad religiosa es propio del socialismo del siglo XXI.

@Luisbarraganj


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