Érase una vez, cuando las posibilidades de comunicación eran limitadas y las competencias bien definidas, la honestidad del silencio que cubría como algodón nuestros límites y nuestras ignorancias. Desde hace unos veinte años vivimos una convulsión bíblica de nuestro hábitat intelectual: perpetuamente conectados y obligados a elegir entre infinitas posibilidades diferentes (hay 32.000 horas de programación disponibles en Netflix, 80 millones de títulos musicales en Spotify y cada minuto se suben el equivalente a 500 horas de vídeos en YouTube), nos vemos abrumados por un diluvio universal de imágenes, sonidos y textos. El resultado de esta avalancha de información es una actualidad quimérica, sin contacto con nosotros mismos y sobre todo con nuestras neuronas, que se combina con un pasado líquido y un futuro hecho ya no de recuerdos conscientes, sino de reminiscencias borrosas.

La exposición incesante a una cantidad de información que no podemos procesar (por los límites objetivos de nuestro cerebro y por los límites subjetivos de nuestra ineptitud), ha producido una evolución drástica en nuestra relación con el conocimiento. Incapaces de elaborar y profundizar, nos hemos convertido en rumiantes que se limitan a mirar la pantalla masticando información sin poder digerirla. Padeciendo una intolerancia incurable al análisis crítico como si fuera una alergia a la lactosa, la indigestión es exagerada y cotidiana, todo se comparte con todos incluso antes de ser leído y asimilado; vomitamos juicios y verdades mientras esperamos el próximo atracón.

Inmersos en un espectáculo estroboscópico permanente compuesto de ‘chats’ y ‘feeds’, se está produciendo un tsunami colectivo de opiniones sin ningún contacto con la realidad, que nos parece por un lado decepcionante y por otro el otro amenazadora, donde un juicio contrario al nuestro sería prueba segura de complots y conspiraciones.

Nada nuevo: las consecuencias de una sociedad que prefiere la alucinación intelectual a la realidad ya se conocen desde al menos 1605, cuando Miguel de Cervantes terminó de escribir su obra maestra. El Quijote es el primer caso literario en el que la sobreexposición a demasiados estímulos externos –los romances de caballerías que obsesionan al protagonista– produce una alienación y la construcción de un mundo alternativo hecho de espejismos y delirios. La mediocridad de la realidad se disfraza entonces de novela, así que Alonso Quijano se convierte en el hidalgo Don Quijote, los molinos de viento en los gigantes, los rebaños de ovejas en ejércitos.

Sin embargo, la invención de la realidad tiene graves consecuencias sobre las neuróticas percepciones del caballero: lejos de disfrutar del espectáculo escenificado por su mente, el protagonista de Cervantes desarrolla una tendencia obsesiva hacia la conspiración y la infelicidad. En el mundo prodigioso que él mismo creó, los demás no pueden ser simples extraños, sino enemigos dispuestos a traicionarlo y cuanto más le enseñan la realidad, más augmenta su psicosis.

A Don Quijote poco le importan las explicaciones plausibles y los datos ciertos: su ego es tan enorme que sostiene firmemente un castillo de ilusiones, su verdad inventada evita cualquier análisis objetivo. Lamentablemente, ser protagonista de una novela que él mismo inventó no protege a Don Quijote de los duros golpes de la realidad: se cree el héroe de su mundo imaginario mientras es la víctima de la realidad factual.

La paradoja más ingenua de las «fake news» y de la desinformación tóxica es el contraste entre las infinitas posibilidades que hoy en día cada uno tiene para informarse gracias a internet y la absoluta falta de ganas y cuidado al hacerlo.

El argumento filantrópico (recientemente tomado también en la publicidad de los gigantes de Silicon Valley que quieren hacernos creer que son benefactores del saber como lo fueron hace 2.000 años los bibliotecarios de Alejandría), choca sin embargo con la simple observación de la realidad: si por primera vez en su historia los seres humanos tienen acceso libre a una cantidad gigantesca de información, ¿por qué se están volviendo cada vez más estúpidos? ¿Por qué el rendimiento académico de las últimas generaciones es siempre más preocupante y los niveles de analfabetismo funcional en nuestra sociedad son cada vez más elevados? ¿Por qué la política se ha convertido en una batalla de mentiras y en el metro casi todo el mundo prefiere ver vídeos de gatitos en el móvil antes que estudiar una solución al cambio climático?

Tampoco en este fenómeno hay nada nuevo: la tendencia a sustituir la responsabilidad intelectual por la pereza emocional, la facilidad de preferir una historia buena y plausible a una realidad mediocre (y, sobre todo, de creernos más inteligentes de lo que somos) es tan antigua como la historia de la humanidad.

No es TikTok lo que nos convierte en idiotas crédulos, es nuestra indolencia natural: usar nuestro cerebro requiere esfuerzo, creer en cuentos de hadas es más divertido y relajante. La neurología también confirma cómo el cerebro tiende a economizar energía creyéndose espontáneamente la primera mentira; para evitarlo se necesitan años de estudio y análisis.

Desde la antigua Roma hasta Putin, el campeón supremo de las alucinaciones colectivas, está claro que el ser humano ha preferido inventar complots y mentiras mucho antes de la invención del ‘smartphone’. Cuando el gran incendio devastó Roma en el año 64 d.C., Nerón ni siquiera estaba en la ciudad y tenía menos interés en destruir la capital que el que la opinión pública le atribuía sin la mínima prueba. En lugar de ofrecer a sus ciudadanos elementos fácticos que no habrían convencido a nadie (el fuerte calor de aquellos días, las casas de madera, etc.), el emperador inventó la primera «fake news» de la historia, culpando a los cristianos del incendio y produciendo una dramática polarización de la sociedad.

Por lo tanto, vale la pena no limitarse a señalar con el dedo a la tecnología, sino entrenar intensamente nuestras habilidades críticas y nuestros procesos de razonamiento, o preferir el silencio. Para evitar volvernos infelices Quijotes, asfixiados por una cantidad sobrehumana de estímulos, solicitados por notificaciones parasitarias, expuestos a imágenes y sonidos cuya existencia o necesidad ni siquiera sospechamos, mientras el continente de la realidad se aleja dejando espacio para las alucinaciones de nuestros egos cansados y nerviosos.

Artículo publicado en el diario ABC de España


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