Abundan las interpretaciones, algunos dicen que andamos en el duro camino de construir la democracia, iniciado en 1945. Otros afirman que simplemente no existimos, que dejamos de ser, que éramos.

Lo difícil es quizás comprender que estamos ante la oportunidad de cerrar un ciclo o “proceso socio histórico”, cuyas características han sido muy claras: construcción de una sociedad donde la institución dominante, sin ambages, es el Estado, con todos sus calificativos, propietario de la fuentes de generación de riqueza, distribuidor discrecional de los beneficios generados por su patrimonio, poder concentrado y centralizado derivado del control económico, inhibidor del desarrollo de instituciones distintas al Ejecutivo, corazón del aparato del Estado, limitación e inexistencia del equilibrio de poderes propio de las democracias, barreras a la libertad económica, desigualdad ante la ley de los ciudadanos, lo cual significa límites al Estado de Derecho y en consecuencia, ejercicio de un abusivo hiperpresidencialismo derivado del manejo sin controles de las rentas obtenidas por sus propiedades.

Este es el modelo que algunos añoran, quizás porque vivieron en el lado dorado de esa experiencia histórica, pudieron estudiar, progresar y ejercieron libertad de pensamiento. Negaban que en Venezuela existiera 60% de población en pobreza y que la posibilidad de ascenso solo llegaba a un 30%, lo cual era indicador de una gran separación entre sectores sociales. Esta realidad la denuncio la Copre a finales de los años ochenta, sus diagnósticos mostraron la realidad de lo que el IESA calificó como “Una ilusión de armonía”, crecían más los pobres que los beneficiarios del sistema.

Lamentablemente, la reacción no vino del camino democrático, sino todo lo contrario, el cambio que se impuso en 1999 constituyó una vez más el hundimiento en las fauces depredadoras del socialismo.

Chávez y sus compinches equivocaron el diagnóstico y por ende las soluciones, creyeron que la redención venía por el camino de repotenciar el Estado, eliminar el derecho a la propiedad privada, exterminar cualquier vestigio de economía de mercado, convertir el Estado de Derecho en escenario tragicómico de cualquier obscenidad contra la libertad en todas sus formas, económica, política, social y jurídica. Chávez desgraciadamente profundizó y potenció las fallas existentes y lo logró.

Venezuela es hoy una sociedad en plena crisis, una economía hundida, sin leyes que protejan al ciudadano, sin libertad de opinión, eliminados los vestigios de ciudadanía. Un régimen amparado detrás de unas FANB que por primera vez en nuestra historia aceptan la subordinación ante un ejército extranjero y toleran la invasión de fuerzas irregulares que representan el narcotráfico, la rapiña de los recursos naturales, en pleno desafío a los gobiernos de nuestros países vecinos. Fuerzas armadas con la peor y más corrupta dirección que haya existido, sin conciencia sobre la significación existencial de la libertad, empeñadas en prohijar la imposición de un derrotado socialismo, culpable de genocidios y hambrunas en todos los territorios que se han instalado.

Pero, he aquí la paradoja, este duro tránsito nos ha colocado en una posición privilegiada en América Latina. Somos el único país donde sus ciudadanos tienen plena conciencia de lo nefasto del socialismo, podemos proclamar que se ha roto la hegemonía cultural de las ideas marxistas que tanto dolor han causado en esta región del mundo, saben lo nefasto que representa confiar en soluciones que lluevan de la mano de un hombre fuerte, un militar o un Estado todopoderoso, han vivido el suicidio de esperar que las soluciones lluevan. Juan Luis Guerra dixit: “Como café en el campo”, creencia que aún parece existir en grandes países como México y Argentina. Pregunte a cualquier trabajador venezolano si cree que su empresa debe pasar a manos del Estado y verá cruzar el más violento escupitajo que hayan visto sus ojos.

Hoy la gran ganancia, y es lo que nos constituye en la esperanza en América Latina, son sus habitantes a todos los niveles, en la ciudad, en el campo y en el mar, saben que vale la ética del trabajo, usar las oportunidades para aprender y con ello tener capacidades, ser responsables y como tal impedir que el Estado les robe, los suplante en sus responsabilidades bajo las falsas promesas populistas de siempre.

En realidad, somos un país que ha aprendido a palos que no puede dejar que le arrebaten sus obligaciones porque estas son las únicas bases legítimas de sus “derechos” que no llueven como café en el campo.

Nuestro éxodo seguramente volverá en su gran mayoría, seguros de poder ejercer derechos, de trabajar duro, capacitarse y desplegar un control ciudadano sobre cualquier sector que pretenda revivir el hiperpresidencialismo y el socialismo. Esto, sencillamente, nos convertirá en el gran país que siempre hemos soñado.


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