De cada 10 venezolanos inscritos en el registro electoral solo 4,2 votaron el 21 de noviembre. De esos 4,2 votantes, 1,9 lo hicieron a favor del régimen y 2,3 en su contra. De tal forma que, con menos de 2 personas de cada 10 que votaron, el régimen ilegítimo de Nicolás Maduro se apropia de la mayoría de las gobernaciones, alcaldías, asambleas estadales y concejos municipales. Una ganancia redonda para el chavismo y una infausta derrota para el país.

Dicho de otra forma: el chavismo destructor, con menos de 4 millones de votos (3.722.656), que representan 11,2% del total de la población nacional (33.192.835) y 17,6% del registro electoral (21.159.846), obtiene 90% o más del poder total del país en unas elecciones en las que la gran mayoría de los venezolanos no participó.

Entonces, ¿quién ganó el 21N? Absolutamente nadie. El régimen se mantiene igual y Venezuela sigue deslizándose por el tobogán de la fatalidad. Afirmar, como lo hacen los voceros tarifados del chavismo, que el 21N fue un día de fiesta nacional porque triunfó la democracia, o que ese día fue glorioso porque al pueblo expresó su voluntad y ejerció su soberanía desmintiendo así la naturaleza dictatorial e ilegítima del régimen, es una felonía más del régimen. Con otras palabras quedará registrado el evento electoral del 21N en los libros de historia del futuro.

Dicho lo anterior, preguntémonos por qué se ha mantenido por tanto tiempo una situación tan deplorable y absurda como la que estamos viviendo, insólita en los tiempos modernos e increíble en un país como Venezuela. Eso sí es digno de figurar en el récord Guinness del que tanto se ha hablado últimamente.

La respuesta a esta paradoja tiene, como en una moneda, dos caras: una, la exitosa acción manipuladora del régimen (la única habilidad real suficientemente demostrada del mismo), ejercida no solo sobre la parte de la población que controla sino también sobre el liderazgo opositor. La otra: el comportamiento de este último sector, más allá de la manipulación oficial, a partir de su victoria en las elecciones legislativas del 6 de diciembre de 2015, cuando la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) le propinó una contundente derrota al régimen de Nicolás Maduro. Ese comportamiento ha sido antihistórico, antipatriótico y particularista. La dirigencia opositora fue incapaz de mantener la unidad lograda en aquella oportunidad.

Los que se separaron de la MUD para abrir tienda aparte y medirse con Maduro creyéndose con poder suficiente para ello, los que se prestaron para dividir a la Asamblea Nacional de 2015, los que crearon una “mesa de diálogo nacional” sin tener tal representación, los que permitieron que el régimen dividiera sus organizaciones políticas para poner en sus manos los símbolos del partido creyendo que la mayoría de la militancia los apoyaría y, en fin, todos los que de alguna manera, por motivos fútiles, cooperaron en la división de la unidad opositora, son los más directos y visibles culpables de la permanencia del régimen.

Con sus acciones divisionistas han traicionado a los ciudadanos que participaron valiente e infatigablemente en las marchas, paros, huelgas, concentraciones y demás acciones opositoras; a los que rindieron sus vidas en las calles y en las cárceles del país; a los que fueron perseguidos, humillados, encarcelados, torturados y expulsados del país y, en definitiva, a la inmensa mayoría de los venezolanos que ha querido salir de la tragedia.

Por lo demás, el 21N dejó claro que habíamos venido afirmando en nuestros escritos anteriores: que la abstención no era producto de una incitación, como se ha dicho obstinadamente, sino de un profundo sentimiento nacional de rechazo a la politiquería, a la mediocridad, al egoísmo y a la falta de unidad de la dirigencia opositora. Mientras esas condiciones no cambien, la abstención se mantendrá.

 


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