La visión de la política con relación al eje amigo-enemigo fue la elaboración de uno de los pensadores más originales, fecundos, provocadores y contradictorios del siglo XX: Carl Schmitt. Pero después de la guerra padeció las incomodidades de la derrota y el repudio político. Continuó escribiendo y ofreciendo material abundante para la filosofía política. Poco a poco se le abrieron las puertas debido a la influencia de sus doctrinas sobre jóvenes constitucionalistas de la época, como Manuel García Pelayo y Enrique Tierno Galván, entre otros.

Resulta sorprendente que al final del siglo XX quien había ejercido la cátedra del más extremo pensamiento de la derecha alemana, y que sirvió de apoyo para los juristas del nazismo, se amolda repentinamente a las conveniencias intelectuales de la izquierda. Los socialistas han asumido a Schmitt como una referencia relevante. El examen de esta cuestión escapa a las breves dimensiones de este editorial. Pero solo conviene limitarse en este momento a la dialéctica del enemigo.

La democracia fue creciendo como un sistema de tolerancia, de convivencia, de negociación interior, de equilibrio de intereses. Esta fue la inspiración del Pacto de Puntofijo (cuyo antecedente fue el programa de febrero de 1936). Gracias a este acuerdo, se pudo vivir en democracia –pese a sus fallas– por más de cuarenta años.

Se fueron añadiendo valores y prácticas centradas en los derechos y en las libertades, en la pluralidad de visiones y de intereses dentro de la vida social. Para que esto sea posible se requieren instituciones. La democracia no funciona sin instituciones y la base de esto es la norma jurídica, el juez independiente, la jurisprudencia previsible, el Estado de Derecho y su consecuencia orgánica: la separación entre los poderes y funciones del Estado.

El totalitarismo se opone a todo lo anterior. El comunismo y el nazismo, y sus variantes socialistas o fascistas, son acciones totales, integrales y absolutas contra la libertad y contra los derechos individuales o sociales. Para movilizar a la sociedad a favor del objetivo autoritario es preciso identificar un enemigo. Sin un centro de hostilidad, sin esta referencia simbólica, interna o externa, el totalitarismo carecería de impulso.

El chavismo –y su heredero el madurismo– identifican un “enemigo” externo: “el imperio”. Declarar la guerra verbal o la hostilidad retórica al poder estadounidense amplía el escenario y reduce la argumentación. Hay un solo adversario, una exclusiva referencia del mal, y no es otro que el capitalismo estadounidense. Es el mismo truco del nazismo y del castrismo: siempre identificar un enemigo.

En el plano interno ese “enemigo” es el opositor, a quien se le insulta con agresiones lingüísticas como “escuálido”, “traidor a la patria”, “agente del imperio” y otras de la misma guisa. A quien disiente del régimen hay que reprimirlo, someterlo y humillarlo.

En este plano siniestro basado en el dilema schmittiano se usa la politización de los planes de inmunización. Se vacuna a la luz del día a los miembros de la nomenklatura, a los “amigos”; a los demás se les ponen trabas, como a las dosis que el mecanismo Covax tenía previsto para Venezuela y la propuesta que hizo Fedecámaras. Maduro y su entorno son los que deciden qué fármaco entra al país. Mientras tanto, el tiempo transcurre y los efectos letales de la pandemia se desbordan.

El derrumbe del régimen soviético demostró que el comunismo leninista no es viable. Por eso ahora miran hacia China y Vietnam para dejar los controles socialistas e ir a la economía de mercado, pero buscando mantener el dominio político. Van a otro fracaso porque la cultura chavista está reñida con la idiosincrasia asiática.

La revolución bolivariana constituye imposibilidad real y concreta de progreso y de bienestar. Estamos viviendo una dolorosa frustración colectiva que ha llevado a Venezuela a vivir la mayor tragedia humanitaria de la historia de América Latina. El proyecto de Ley de las Ciudades Comunales va a agravar todo este cuadro de control y de decadencia. Una ley para espantar inversiones y aumentar la tragedia, que se impone siempre bajo la dialéctica del “enemigo”.

El régimen tiene al enemigo adentro: es la corrupción, el fanatismo ideológico, la incapacidad, el sectarismo y la intolerancia.

 


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