La primera lección que se aprende en filosofía, y en virtud de la cual tiene sus inicios el oficio de pensar, consiste en someter a duda lo que se da por hecho cumplido, traspasando, con ello, los siempre rígidos y estrechos límites de toda posible pre-su-posición, o sea, de toda “positividad”, como dice Hegel siguiendo a Kant. No por casualidad, la expresión De omnibus dubitandum -dudar de todo- ha servido como lema y estandarte de batalla a los más diversos -y no siempre compatibles- pensadores de la historia de la filosofía, como es el caso de filósofos de la talla de René Descartes, quien tiene el mérito de haberla elevado a fundamento de su filosofía. Karl Marx la hizo el motto o lema esencial de todo su pensamiento -la Kritik-, y Søren Kierkegaard, bajo el seudónimo de Johannes Climacus, le dedicó nada menos que uno de sus mejores ensayos póstumos: Or, De Omnibus Dubitandum Est.

Hay épocas en las que el Logos pareciera haber perdido toda decencia. La decrépita y babosa conformación del universo previsible puesto por la escolástica, que justificó la tortura y la hoguera de los Giordano Bruno, a manos del “santo oficio”. La indignación hecha carne y sangre frente a la transmutación del ser social -y de su conciencia-, cuando no en bestia, en cosa. La pretensión de querer resolver bajo el arrogante cobijo de una supuesta “objetividad universal” los asuntos más íntimos, más sensibles y propios de cada individuo. El cinismo de la compra y venta de la verdad, su mercantilización, elevado a la máxima potencia de su abstracción y ofertado como posverdad absoluta o, más bien, como absoluta relativización de la verdad (o, lo que es igual: en no-verdad). La estampa de un legionario romano sentenciando una frase de Confucio. Un teniente directamente involucrado en -por lo menos- dos intentos de golpe de Estado, y que usurpa la presidencia de la Asamblea Nacional, gime con rabia teatral al referirse a “la derecha golpista”. “¡Narrativa!”, exclaman los cultores de las palabras vacías, a fin de parecer “chicks”, como entusiastas repetidores de las sendas perdidas, de lo que, de suyo -cabe decir, por inmanencia-, se niega a abandonar la comodidad de su entumecimiento, su hechura abstracta, a objeto de transitar hacia alguna parte, en alguna posible dirección. “Juegos de lenguaje”, al decir de los neopositivistas, en el que “no existen los hechos” sino “solo sus interpretaciones”. Y en esto, una vez más, estrechan sus irremediables coincidencias con la llamada posmodernidad de los caprichos parisinos. No obstante, y por desgracia para ellos, en lo que va de siglo XXI, el connubio de los restos del círculo “analítico” y de la French Theory ha terminado poniendo en evidencia -y cada vez con mayor énfasis- la estrecha relación existente entre posverdad y poder político real.

Pero por eso mismo, y una vez más, la duda vuelve a ser imprescindible en el presente. La facilidad y rapidez con la que los conceptos históricamente determinados son mutilados y transmutados en representaciones sin contexto, en fantasmagorías que no pocas veces sirven para afirmar exactamente lo contrario de lo que alguna vez llegaron a ser, no solo se ha hecho habitual -su puesta en escena es, de hecho, el deleite, la gran comilona del populismo totalitario-, sino que se podría afirmar que es el «santo y seña» característico de este desdibujado fractal de inversiones reflexivas que va de siglo. Y es función de la filosofía, crítica e histórica, apelar a la duda y ejercerla, con el propósito de sorprender y denunciar el trastocamiento, el extravío del contenido y la consecuente prostitución de las formas.

La verdad es que la posverdad ha traído con ella la lepra populista, y no solo. Afirmarse “de izquierda” pareciera ser, en el actual contexto mundial en general, y latinoamericano en particular, una gran conquista -del y- para el progreso de la humanidad. Los defensores de la libertad, la paz mundial, la igualdad de género, la ecología, la libertad de expresión, los derechos de los trabajadores, la educación gratuita y de calidad, la salud, la justicia y la equidad. Ser de derecha, en cambio, tipifica al conservadurismo y la reacción históricas. Espacio de godos y caudillos. Tiempo anquilosado y de oligarcas: el signo de la preterización misma, de la representación de quienes se asumen eternos y pretenden permanecer en el poder para siempre. Paradójicamente, convencidos de que sin ellos -patriarcas del pueblo- el país se quedaría sin futuro y perdería el tren de la historia. Pero derecha es, además, la fusión de una élite cívico-militar que se reclama heredera del heroísmo de los padres de la patria, mientras defiende poderosos intereses económicos, generalmente obtenidos con “negocios” de los fondos públicos. Y aunque la mayoría de ellos provenga, como dice Vico, de “debajo de la tierra” -como Boves, como Páez, como Gómez-, una vez entronizados en el poder, desprecian a las mayorías por las que decían luchar, y las someten bajo su voluntad. A ellos, sus fieles, los que carecen de techo, de alimento, de salud y seguridad, los débiles, los de escasa o nula formación y pericia. Ser de derecha es, en suma, actuar en contra de los intereses de los fámulos pero en su nombre: en el nombre de los desposeídos, de los humildes, de quienes, en medio de la más amarga desesperación, se ven finalmente en la necesidad de emigrar de su terruño hacia otros horizontes, lejos de los suyos.

Momento de dudas: ¿lo que en las líneas anteriores se ha descrito como la posición representativa de “la izquierda”, no es lo que efectivamente ha caracterizado, in der Praktischen, a la derecha de hoy? ¿No ha sido esa, más bien, la acción política de los partidarios de las llamadas “sociedades abiertas”, a las cuales la izquierda acostumbra definir como “la derecha”? Y, por otra parte, ¿lo que se ha definido como “la derecha” no es lo que, hasta nuevo aviso, ha caracterizado históricamente la acción política de la izquierda? Entonces, ¿cómo es posible que a la llamada izquierda se le pueda llegar a atribuir lo que en los hechos ha sido la derecha, mientras que a lo que en los hechos ha sido la derecha se le denomine izquierda? Lástima que la derecha sea tan ignorante como poder comprender la celada. Afirmaba Bolívar que el país que fundó -la Gran Colombia- estaba condenado a caer en manos de “tiranuelos casi imperceptibles”. Leer esa frase en estos tiempos menesterosos y pensar en la izquierda de la derecha o en la derecha de la izquierda resulta una labor inevitable. Se comprende, entonces, el cinismo cruel de quienes afirman que “no existen los hechos sino sus interpretaciones”. Por fortuna, el mismo Vico que definiera a los “gigantes” surgidos de la tierra, ha resumido el laborioso y paciente tránsito de su pensamiento en una sentencia: Verum et factum convertuntur. Parafraseando al joven Marx, habrá que decir que mientras una gota de sangre haga latir el corazón absolutamente libre de la filosofía, ella proseguirá su lucha contra las ficciones que se pretenden vender como “piezas exclusivas de colección” de la verdad.

@jrherreraucv

 

 

 

 


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