Luego de las extremadamente violentas protestas de 2019, a finales de ese año el presidente Piñera, para apaciguarlas, se vio obligado a convocar un referendo para decidir si se redactaba una nueva Carta Magna que sustituyera la de 1980. El 26 de octubre de 2020 el 78 por ciento de los chilenos efectivamente votaron por un cambio de Constitución. El 15 y 16 de mayo de 2021 eligieron a 155 personas encargadas de redactar el nuevo texto constitucional. Con una composición inédita en la historia: paridad exacta de mujeres y hombres y 17 escaños reservados para los pueblos indígenas.

La sorpresa grande fue cuando se constató que casi un tercio de los electores votaron por candidatos que no militaban en partidos políticos y, en su mayoría, profesaban ideas de izquierda radical, activistas de género y del indigenismo, más grupos independientes. La derecha, agrupada en el movimiento “Vamos por Chile”, obtuvo solo 37 curules. Una nueva era parecía comenzar.

El viraje radical se terminó de consolidar, cuando Boric, uno de los lideres de las revueltas violentas que condujeron a la nueva Constitución, resultó electo presidente de la República sacando de juego tanto a los partidos de derecha tradicional como a la centroizquierda democrática que habían gobernado alternativamente desde el final de la dictadura Pinochet.

El 4 de julio del presente año el nuevo presidente recibió de manos de sus autores la nueva Constitución: un mamotreto de 178 páginas, 388 artículos y 54 normas transitorias. Un exultante Boric afirmo en su discurso: “Hoy empezamos una nueva etapa (…) es un día que quedará en los anales de la patria”. Y desde entonces se dedicó a la difusión y debate del nuevo texto y a promover la opción “Apruebo” para el plebiscito entre “aprobación” y “rechazo” programado para el día domingo 4 de septiembre.

Pero hasta ahí se mantuvo la fiesta. Llegó el plebiscito y mandó a parar. Mientras escribo estas notas, la noche del domingo 4, el árbitro electoral da a conocer los resultados definitivos. Derrota aplastante de la opción “Apruebo”, sólo 38 por ciento de los votos, y rechazo contundente del nuevo texto constitucional: 61.8 del total.  Un triunfo para quienes consideraban el nuevo texto un exabrupto político o una amenaza, y un final infeliz, un castigo implacable, para el trabajo que durante un año y tres meses realizaron los 155 chilenos seleccionados para la nueva redacción. Además, una condena severa, si no directa por lo menos implícita, al gobierno de Boric.

¿Cómo entender lo que ocurrió? ¿Si 78% de los chilenos querían tres años atrás una nueva constitución que, además, fuese redactada por personas ajenas a los partidos políticos y ahora se la entregan llave en mano, cómo explicar que casi el 62% la haya rechazado, mandándola literalmente al cesto de la basura?

Si 60% de los chilenos votó por Boric en diciembre de 2021 para la Presidencia de la República ¿por qué solo 38% le acompañaron 6 meses después en su propuesta de apoyo a la nueva Constitución?

La respuesta, dicen lo expertos que he escuchado y leído por estos días, hay que buscarla en los contenidos ideológicos sectarios de la nueva propuesta; en la fulminante caída del prestigio de Boric por su incapacidad para enfrentar la crisis de seguridad, el aumento del costo de la vida, una inflación del 13,1%, y los fenómenos de violencia cruenta en La Araucanía y la frontera norte del país.

También en los escándalos que se suscitaron entre los nuevos constituyentes, incluyendo el de Rodrigo Rojas Vade quien simuló tener cáncer para hacerse votar como luchador por un nuevo sistema de salud y luego fue descubierto en su mentira. Igual pesó la amenaza a la unidad de la nación chilena contenida en la idea de Estado plurinacional dogmáticamente formulada y arrogantemente comunicada.

Y, sobre todo, fue decisivo el alejamiento del documento final a las causas sociales que suscitaron las revueltas violentas del 2019  –desempleo, inflación, pensiones, costo de la vida– para centrarse mas propuestas polémicas como un nuevo sistema político, discriminaciones positivas­ a los pueblos indígenas, o los derechos de la diversidad de género, que dejaban fuera las expectativas de una buena parte de la población a la espera de una nueva constitución no sectaria que, en vez de ensancharla, ayudara a cerrar la herida sangrante que desde la dictadura de Pinochet divide a los chilenos.

También produjo una gran desconfianza la ausencia de normas sobre los partidos y el sistema electoral; la nueva configuración del sistema judicial que, es lo que dicen los expertos, deja abierta la puerta para a interferencia del poder Ejecutivo en su funcionamiento; más el temor que generaba la declaración de Chile como un Estado con democracia representativa reforzada con modalidades de participación directa que recordaban la propuesta de Estado comunal del chavismo.

No debemos olvidar que el 10% de diferencia que le permitió a Gabriel Boric ganarle a José Antonio Kast proviene casi en su totalidad de la centroizquierda no radical. Tampoco que todas las fuerzas políticas, incluyendo las de derecha, se habían comprometido a seguir trabajando por el proceso constituyente aun cuando ganara el No. Lo que le daba confianza a la ciudadanía que, aún votando por el rechazo, el proceso continuaría.

Y un elemento más. La campaña a favor del “Rechazo” se aprovechó inteligentemente de la amargura que había dejado la violencia de 2019, del discurso de odio de clase de sus promotores, y del desprecio a la chilenidad como factor identitario.

El spot publicitario que promocionaba la opción rechazo comenzaba diciendo: “Esta propuesta de constitución está mal hecha, porque se hizo con la emoción equivocada: la rabia (…) que todo lo oscurece”. Y cerraba: “Por una constitución escrita con amor: ¡rechaza por una mejor!”. De alguna manera recordaba el espíritu de la campaña publicitaria que sacó a Pinochet del poder a partir de un mensaje de alegría y reconciliación, no de odio y crítica a la dictadura, lúcidamente recreada en la película NO de Pablo Larraín.

Por suerte Boric ha reconocido serenamente los resultados y reivindicado el valor absoluto de la democracia, lo que resulta alentador. Pero la aplastante derrota ocurrida en Chile viene a ratificar el extravío errático y la deriva autoritaria que, desde 1999 –cuando comenzó en Venezuela el llamado “socialismo del siglo XXI”–, experimentan los gobiernos de izquierda latinoamericana, arrastrados hacia posturas trágicamente radicales por la locomotora fanática de los sectores anarquistas y la ultraizquierda no democrática.

Los gobernantes de izquierda que apenas comienzan deben mirarse en ese espejo. Y en el de las dictaduras de Ortega ­–el gran perseguidor de religiosos, periodistas y onegés– y de Maduro ­–el jefe del narcoestado con trescientos presos políticos y millones de desterrados que ha dejado de citar a Marx para refugiarse en Keynes.

Tal vez la imagen que mejor resume la torpe radicalidad ultra que somete a cierta izquierda latinoamericana sea, tal y como lo reseñan muchas redes chilenas, el performance del grupo de trans conocido como “Las indetectables”. En el acto de cierre de la campaña de “Apruebo”, en Valparaíso, uno de sus miembros exhibe por un rato su trasero desnudo, luego se saca del ano una bandera chilena y la lanza al público que se pelea por guardarla como souvenir contestatario. Mientras tanto el paridor de banderas pregunta desde la tarima sí el “hoyo” que están viendo es o no más pornográfico que los policías represores o la gente que perdió los ojos en las manifestaciones de 2019.

Todas las encuestas le daban más o menos 10% de ventaja al “Rechazo” sobre el “Apruebo”. Pero al final la diferencia fue de más de 20 puntos porcentuales. Quizás la bandera chilena excretada por un activista del “Apruebo”, exhortando a los presentes a “abortar el macho interior”, animó a muchos indecisos que engrosaron a última hora la imbatible diferencia.

Artículo publicado en el diario Frontera Viva


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