Sede de El Nacional en Los Cortijos | Foto Kenny Linares

Acostumbro —y seguramente lo habrán notado quienes me leen— comenzar mis fruslerías dominicales mencionando alguna efeméride. Hoy no será una excepción, aunque pienso dedicar el grueso de este espacio a la conjura urdida por un combo de  «magistrados» prevaricadores, a fin de entregar El Nacional a un pithecanthropus capilium, y sumarlo, ¿joya de la corona?, al monopolio mediático rojo. El arbitrario y despótico arrebatón es asunto preocupante, dada la jurisprudencia sentada por la estrafalaria sentencia, e insoslayable por tratarse de una brutal embestida contra uno de los últimos bastiones del periodismo veraz, decente e independiente de Venezuela; no obstante, a riesgo de pecar de frívolo, me permito un rodeo en esta suerte reseña fúnebre, por ser este domingo 25 de abril uno de los 2 días dedicados a promover a escala planetaria el cuidado y protección del pingüino —el 20 de enero es el otro—. Ignoro el sustento de la curiosa duplicidad y la entendería si hubiese apenas un par de especies de ellos y no 17.  Elegantemente trajeado de etiqueta, el homenajeado padece de aerofobia y en ningún caso se atreve a desafiar la gravedad; ¡no vuela, vamos! Es, colmo de colmos, monógamo y quizá a ello y a su torpe andar responda el cognomento de «pájaro bobo». Su hábitat natural es el gélido sur, ¡brrr, tengo frío!, y aún no se sabe cómo un pingüino saltarrocas (Eudyptes chrysocome,) amante de la larga distancia, vino a dar a una playa zuliana, precisamente un Día de los Enamorados (14 de febrero de 1955). Al sol de hoy nadie ha suministrado una explicación satisfactoria de su llegada a las tórridas aguas del lago, y la más plausible de las hipótesis adelantadas al respecto postula su fuga de una embarcación china dedicada al contrabando de animales exóticos. El pingüino de marras fue exhibido orgullosamente en el zoológico de Maracaibo, donde murió a consecuencia de un peñonazo lanzado por un hijo de puta sin oficio. De su residencia en la tierra del sol amada derivó la expresión ¡Qué molleja de Polo!, en alusión a singladuras extremas, similares a la odisea del blanquinegro avechucho.

Satisfecho el capricho formal con la digresión precedente, abordo no lo específicamente concerniente a la expropiación encubierta de El Nacional —de ello se han ocupado, nacional e internacionalmente, juristas y opinadores de fuste—, sino lo atinente a la significación y trascendencia del periódico fundado en 1943 por Miguel Otero Silva. Al respecto no he de ser muy original —afán por lo demás muy común—, pues mediante un ejercicio de cosmética redaccional, me propongo actualizar buena parte del artículo publicado hace 3 años en ocasión de un aniversario del periódico, cuando el impreso, tradicional holgorio cumpleañero y la edición impresa eran recuerdos, titulado «Se hace camino al andar».

«El 3 de agosto es día propicio para brindar con el amargo licor de la melancolía. Cumple un año más de fundado El Nacional. Echamos de menos su mancheta cumpleañera ―Caminante no hay camino/ se hace camino al andar―, el olor del papel impreso y los dedos manchándose de tinta al pasar las páginas de la edición aniversaria, buscando sustanciosos artículos, enjundiosos recuentos y, por supuesto, el cuento premiado con la intención manifiesta de censurar o halagar al jurado y al laureado. Sí, los caminos se hacen con andaduras y bien lo versó Antonio Machado, pero también a saltos, enfrentado y superando obstáculos. El Nacional, blanco de la (in)justicia roja y la hegemonía comunicacional del régimen militar, es hoy no un aspecto o un espectro virtual del periódico de ayer, sino una incómoda y consecuente presencia digital, cuyo portal  continúa con ahínco trazando senderos, superando con la verdad en la mano, todo tipo de trabas y escollos ―como el bloqueo continuado de su web site, http://www.el-nacional.com/―, a objeto de ofrecer al público  una ventana informativa deslastrada de dogmas y  sesgos ideológicos. Sobriamente, porque ahora no se trata de privilegiar la noticia insólita tan del gusto del legendario William Maxwell Aitken, 1er.Barón de Beaverbrook y Cherkley, editor del Daily Express ―convertido bajo su mando en el diario de mayor tiraje y circulación del mundo―, el escandaloso Sunday Express y el indiscreto vespertino Evening Standard. «Si un perro muerde a un hombre, no es noticia, pero si un hombre muerde a un perro, eso sí es noticia», sostuvo el flemático empresario anglocanadiense, aristócrata igualado a fuer de libras esterlinas; mas, en esta época de posverdad, fake news y manipulaciones mediáticas, la truculencia no garantiza lectura ni sintonía: cuando el hambre estrecha el cinturón, como acontece en nuestra tierra de(s)gracia(da), no podemos comer cuentos, y debemos meterle diente hasta al fidelísimo amigo del hombre. Embucharse un can no debería asombrar a nadie —tiene la humanidad más de un siglo devorando perros calientes, bocadillos a base de salchichas de turbia factura, elaboradas vaya usted a saber con cuáles despojos—, dadas las deficiencias proteínicas derivadas del forzado ayuno impuesto por la atroz convergencia de bajos ingresos, avaricia especulativa e hiperinflación desbocada. La importancia de las buenas o malas nuevas depende de su impacto sobre la colectividad. Ya el periodismo no consiste esencialmente, como sostenía Chesterton, en decir Lord John ha muerto a quienes nada sabían de su existencia, sino en abundar, si las hubiere, en las circunstancias y consecuencias sociales, políticas y económicas de su deceso. De no haberlas, informar al respecto resultaría, si no inútil, baladí. Y, a pesar de los pesares, el individuo sigue siendo el motor de la información, al menos en El Nacional».   Y hasta aquí el autoplagio.

El retro socialismo militar del siglo XXI —dictadura brutal e implacable a juicio de la Sociedad Interamericana de Prensa — no disimula su preferencia por batallas asimétricas en las cuales, conjetura y apuesta, lleva las de ganar, sobre todo cuando, arrogantes machos pechos peludos y firmemente apoyados en las trapisondas de jueces venales, enfrentan a civiles inermes. ¿Intentan ocultar con su avasallante guapetonería frente a los más débiles su incapacidad o pusilanimidad para someter en la Cota 905 al Coqui y a su pandilla, o, en Apure, a los enemigos de sus amigos elenos y faracos? El ominoso avocamiento de la sala de casación civil del tsj y la improcedente indexación en dólares de una moneda inexistente, retratan cabalmente la falta de exceso de ignorancia y el desapego a la legalidad de una tribu de Mujiquitas, rábulas y cagatintas de mediocre desempeño académico e irrisorio currículo profesional, y su obsecuente servicio a los Ño Pernalete del estado mayor gorila.

Quizá la sede y la rotativa en trance de ser incautadas pasen fraudulentamente a ser propiedad de esos bribones afectos a la «necrofilia ideológica y al amor ciego a ideas ya probadas y siempre fracasadas», Moisés Naím dixit, pero los lectores seguirán siendo fieles, a El Nacional, sin importar dónde y cómo se edite el periódico —el adjetivo/sustantivo no tiene mucho sentido en esta época de información instantánea—. Si el bellaco cebolla, en indecoroso disfrute, vía embargo, de su infraestructura y equipos   — los propietarios se niegan a pagar el peaje impuesto por una aberración, ¡otra más!, de la corrupta justicia bolivariana; pero, según aseguró el chafarote monaguense en su abominable show televisual, «Si El Nacional no paga, se ejecutarán los bienes» —, pretende imprimir un diario, se verá obligado a hacerlo bajo una denominación distinta a la del medio victimizado —remember la teleaudiencia marginal y tendiente a cero del canal 2 después del cierre de RCTV—. En entrevista concedida el pasado miércoles a la Voz de América, ¡chúpate esa, capitán mazodando!, Miguel Henrique Otero garantizó que «el diario continuará activo en su versión digital». El ofendido y deshonrado demandante se ganará unos cobres mas no se saldrá con la suya. Editar un periódico standard de 64 páginas no es cuestión de soplar y hacer botellas. Y alcanzar la penetración, el prestigio y el grado de excelencia de El Nacional solo es posible cuando se cuenta no tanto con reales a montón, cuanto con un idóneo y competente capital humano; y supone, también, un permanente y quijotesco combate contra los enemigos de la libertad de expresión. Ello equivale a embarcarse en un viaje sin escala y sin retorno en defensa del inalienable derecho ciudadano a ser informado. ¡Y esto sí es una molleja de Polo!

 

 


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