La respuesta a nuestra interrogante depende de otra: ¿qué intentará hacer el nuevo gobierno de izquierda en España? De nuevo se escucha una expresión que conocemos por otras experiencias: “¿Venezuela? Eso no puede pasar en España. Este es un país con una democracia asentada, un país miembro de la Unión Europea, provisto de un sólido tejido institucional y capaz de resistir cualquier intento serio de desestabilización”.

¿Debemos sentirnos seguros al respecto? ¿No nos indica acaso el curso histórico que las sociedades cambian, que las dinámicas políticas a veces toman rumbos inesperados?

Es cierto, España ha avanzado mucho como democracia, pero la historia sigue ejerciendo un peso sobre el presente y a veces ayuda a atisbar el futuro. Pocos imaginaron hace solo unos años que la izquierda radical llegaría al gobierno, así fuese en coalición con los socialistas, y que los tradicionales desafíos separatistas volverían a estar a la orden del día, ocupando un lugar decisivo en la dinámica política española.

El partido socialista español, el PSOE, ya no es el que fue. El partido socialista de hoy es el de Rodríguez Zapatero y Pedro Sánchez, no el de Felipe González. El partido actual es más radical, más dispuesto a la aventura, más comprometido con un camino de transformaciones sustanciales del Estado y la sociedad. Se trata de una tendencia perceptible aunque no domina todavía por completo. No obstante, allí está el PSOE cogobernando con Podemos y diversos socios comunistas, con los aliados de Chávez y Maduro y con los simpatizantes del castrismo y Evo Morales. Se trata de un PSOE que depende de opacos compromisos con los separatistas, con Sánchez a su cabeza, utilizando un eufemismo elástico capaz de decirlo todo y nada a la vez, el “diálogo”, como consigna que oculta lo que se quiere lograr.

Creemos que a España le esperan dos posibles caminos, y el proceso que despejará las incógnitas no tomará demasiado tiempo. De un lado, si Sánchez opta por un rumbo ambiguo e inconsistente, tratando de ser de todo para todos, de evadir definiciones y esquivar apretadas ataduras, su gobierno empezará a resquebrajarse ante el empuje de los radicales y durará poco, pues estos últimos no tardarán en abandonar el barco. De otro lado, si Sánchez asume una senda de más clara ruptura con el pasado y escoge aferrarse al poder, le resultará imperativo hacer reiteradas concesiones al radicalismo y el separatismo y España ingresará a un territorio inédito, de aún más intensas confrontaciones políticas y rupturas institucionales.

Ya se observan síntomas que apuntan en la segunda dirección, y en las próximas semanas será clave seguirle la pista a varios ámbitos de la acción política, en cuanto a las decisiones del nuevo gobierno. El primero tiene que ver con el Poder Judicial, en el que Sánchez ya ha comenzado a hacer movidas que señalan su empeño por politizar la Fiscalía y los tribunales. Su lema es que hay que “desjudicializar” el reto catalán, que “la ley por sí sola no basta”, lo que en verdad revela que su propósito es politizar la ley y sus instrumentos.

¿Se avecina acaso, en segundo término, una purga selectiva de la alta oficialidad castrense? Es patente que el partido Unidas Podemos y los separatistas repudian la monarquía constitucional y aspiran a crear una nueva república. ¿Confía el nuevo gobierno en los militares, en que serán capaces de seguirles por una vía que ponga en juego pilares básicos del actual contrato social español? Quizá estas preguntas luzcan anacrónicas a algunos lectores, un censurable retorno a un pasado ya muerto. No lo creemos así.

En tercer lugar se encuentra el asunto catalán y el separatismo en general. Es obvio que los fantasmas del pasado andan de nuevo por allí y que no tienen intención de retornar a las cómodas transacciones de otros tiempos. Por ello y todo lo demás, no queda alternativa excepto la de examinar con escepticismo y desconfianza al nuevo gobierno español, pues no es otro gobierno más de los ya experimentados estas cuatro décadas, sino el primero de una nueva etapa histórica.


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