La historia de la humanidad es bien complicada, pues, por lo que se avizora, pareciera ser un entramado circular. Imperios y repúblicas por igual emergen y desaparecen. Las nociones de bien, mal, virtuoso y vicioso cambian con el andar de los siglos. En una era el derecho divino de los reyes parece ser lo indicado, mientras que en otras puede ser que el pueblo sea el soberano o, por lo contrario, que el gendarme sea el llamado a guiar a la patria a su destino manifiesto. Sea como sea, puede denotarse que lo «deseable» fluctúa en cuanto no ha habido paradigmas estáticos en el tiempo. Ahora bien, siendo que somos hombres y mujeres de esta era, no podemos evitar definirnos en cuanto a nuestras aspiraciones. Debemos definir qué es el «progreso» para así llevar el ejercicio de la política hacia esa dirección.

Si tomamos como referencia la segunda acepción que nos da la Real Academia Española sobre la palabra «progreso», veremos que esta significa: «avance, adelanto, perfeccionamiento». En tal sentido, puede quedarnos claro, por lo mínimo, que el «progreso» es aquello que implica un cambio que nos retribuye un poquito más de alguna cosa. No obstante, si sobre definición hablamos, seguimos en el mismo lugar, por cuanto no sabemos en qué consiste ese «poquito más». Estamos en un bosque con una brújula que no vira hacia ningún punto cardinal.

En aras de conseguir esa dirección, esos puntos cardinales que se usaron como metáfora en el párrafo anterior, debemos, como alguna vez lo hicieron nuestros padres culturales en Grecia, definir qué es el bien y, por consiguiente, cuál es el objeto del progreso. La búsqueda de una respuesta correcta y definitiva a dichas cuestiones representa, como en épocas anteriores, la encrucijada que enfrentamos. En torno a la necesidad de dicha respuesta, puede apreciarse que hay un impulso en todos los frentes, desde la esfera intelectual hasta cultural, hacia promover una suerte de igualitarismo utópico donde la reivindicación de un conglomerado de agrupaciones que se perciben como agraviadas o victimizadas debe ser el norte.

Dado a cómo se han vendido o mercadeado, hoy por hoy, ciertos sectores políticos, se denota que, si el precitado igualitarismo es el bien por conseguir, entonces transitar hacia ese bien es progresar y, por lo tanto, los partidos o movimientos que tengan a ese bien como bandera son los avatares del «progreso». Es por esta secuencia de premisas que no debe extrañarnos cómo los partidos asociados a la izquierda política se les denomine «progresistas». Lo peligroso para aquellos que disentimos de dicha visión del bien y, por ende, del progreso es que, si al devenir de la historia se le entiende como una línea recta, entonces solo puede haber dos bandos: los adalides del «progreso» y el futuro, por una parte, y los reaccionarios promotores del pasado que ha de desecharse, por otra. Si se observa muy bien, esto llevado a su extremo lógico, conduce a un juego dialéctico de suma cero; un juego de fieles e infieles, revolucionarios y contrarrevolucionarios, héroes y villanos. Todos estos roles siendo asignados, por supuesto, bajo los términos de quien tenga el control de la narrativa comunicacional.

De fondo, para este articulista, y de forma muy simplificada, la contradicción de nuestros tiempos en Occidente versa entre los polos del determinismo y la seguridad, por un lado, y, por otro, la libertad y el riesgo. Partiendo del primero, las condiciones contextuales de la persona, como sexo, etnicidad, entre otras; equivalen a su destino entero y, se asume por ello, cierta impotencia para la consecución de sus aspiraciones. En este caso puede observarse que es la desconfianza la disposición de arranque, por lo que el orden y los reparos deben ser impuestos vía el Estado, a través de normativas, controles y demás formas de administración. En contraste, partiendo del segundo, el carácter de la persona y su voluntad son los factores preponderantes sobre su destino y, se asume en este escenario, que la persona tiene en sus manos el descubrimiento de sus potencialidades. Acá la confianza es la disposición de arranque, por lo que se apuesta, en principio, que los individuos en sociedad compongan las deficiencias y que el Estado sea un mediador cuando los individuos se muestren incapaces de hacerlo.

Para este autor, no hay progreso posible sin darle espacio de desenvolvimiento a la libertad, pero, de igual manera, y como se señaló en la introducción, hay que admitir que el progreso no parece ser de naturaleza lineal, sino circular e iterativa. Esto quiere decir que, sí, en libertad se cometerán errores, habrá peligros, podrán haber perjudicados, pero producto del fracaso siempre surgirán formas de enmendar. Lo que debemos evitar es que en el afán por la seguridad y la equiparación a ultranza nos lleve por el sendero liberticida.

Nosotros que creemos en la libertad debemos luchar por una contra-narrativa que haga entender que solo siendo libres podremos innovar y a su vez palear los mismos males que los cambios traigan. Debemos dejar claro que el camino hacia el progreso no se fundamenta en el resentimiento y la desconfianza, sino en atreverse, a pesar de los riesgos, en confiar en la gente y en creer que siempre encontraremos la manera, pase lo que pase, de persistir y llegar hacia nuevos horizontes.

@jrvizca

 


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