Las acciones represivas de Maduro y sus acólitos en estas últimas dos semanas dejan en claro su naturaleza fascista. Es oportuno, por ende, definir el término para comprender a qué nos enfrentamos.

Una primera objeción es aquella de que, al profesar un credo “comunistoide”, Maduro no puede ser fascista. La idea de una supuesta incompatibilidad entre comunismo y fascismo fue estratagema del camarada Stalin, porque, en realidad su régimen fue muy parecido al nazi. El aplastamiento de los derechos humanos, con millones de muertos y la crueldad con que fueron ejecutados, fue similarmente espantoso para ambos. Pero emergió de la II Guerra Mundial, junto a Churchill y Truman –Roosevelt había muerto—, como artífice de haber puesto fin a los horrores nazis. Le dio base para tapar sus propios horrores, descalificando como “fascista” a quien lo criticara. Stalin banalizó el término: Ser anticomunista era ser fascista y, por antonomasia, de derecha. Hoy, el epíteto usado es el de “extrema derecha”.

En secreto, Hitler y Stalin se admiraban mutuamente. El führer aprendió del soviético la utilidad (terrible) de los campos de concentración; Stalin se benefició del manejo propagandístico de J. Goebbels para blindar su gestión totalitaria. Hay indicios de que Alemania, sujeta a las sanciones impuestas por el Tratado de Versalles tras su derrota en la Primera Guerra Mundial, entrenaba secretamente a cuerpos militares suyos en territorio soviético (el llamado “ejército negro”), con anuencia de Stalin, incluso hasta después de haber asumido Hitler como canciller. Ambos déspotas firmaron un pacto de no agresión (Molotov-Ribbentrop), luego traicionado por Hitler, bajo el cual se repartieron Polonia. Y, si bien el führer no eliminó la empresa privada, obligó a muchas a consorciarse para facilitar su control sobre la economía de comando que montó, al servicio de la guerra. Según recoge Sebastian Haffner (Anotaciones sobre Hitler), Hitler le inquirió a Hermann Rauschning, entonces presidente del Reichstag: “¿Para qué necesitamos la socialización de los bancos y las fábricas? ¿Qué sentido tiene eso si ya he impuesto firmemente a las personas una disciplina de la que no pueden librarse? (…) Nosotros socializamos a las personas”.

Donde sí hubo una decisiva diferencia, favorable a Stalin, fue respecto a la supuesta inexorabilidad del comunismo, “demostrada” en la doctrina “científica” de Carlos Marx. Muerto Lenin, Stalin sacralizó sus enseñanzas en forma de tesis a ser reverenciadas, complemento del marxismo en la era de la revolución: el marxismo-leninismo. El Partido Comunista debía ser su celoso guardián en aras de contribuir con el devenir correcto de la Historia. En nombre de tal “verdad”, se convirtió en mortal instrumento de dominación y represión por parte de quien lo controlase, es decir, del propio Stalin. Y, con la fe de que se sacrificaban por los objetivos más nobles de la humanidad, la plana dirigente bolchevique aceptó ser incriminada y exterminada en los juicios de Moscú, para no contrariar al Partido … y a la Historia. Pero el paso del tiempo, sobre todo la descomposición del bloque soviético y la ventilación abierta de sus horrores, como los de China, desinflaron toda pretensión de inexorabilidad “científica” del comunismo.

Los constructos ideológicos del fascismo o del nazismo nunca tuvieron la consistencia interna exhibida por el comunismo, que lo blindó de todo cuestionamiento externo y pudo extraer tan ciega sumisión a sus disciplinados fieles. Apelaban más bien a la pasión, a la fe en unas cuantas verdades reveladas acerca de la superioridad racial o nacional de sus seguidores, para imponerse. Su discurso invocaba épicas pasadas para forjar mitos acerca de la supremacía de sus respectivos pueblos. Había que revivir esas glorias para vencer a los enemigos que, según nazis y fascistas, controlaban al mundo: el capital financiero en manos judías y el imperialismo inglés. Para Chávez, fue la gesta independentista y la gloria del Libertador, traicionada por la oligarquía, la que inspiró, como legado, la lucha en contra del imperialismo gringo. Correspondía al líder supremo, carismático y visionario, conducir a su pueblo al triunfo. Invirtiendo la famosa máxima de Clausewitz, la política se transformó en una guerra por otros medios, ámbito para aniquilar al contrario, no para la negociación y la construcción de consensos. Con un lenguaje de odios e insultos, se forjó una narrativa populista extrema para discriminar a los señalados por el líder como enemigos execrables, negándoles sus derechos y arremetiendo violentamente en su contra. Fue la misión de sus bandas paramilitares; las camisas pardas (S.A.) de Hitler; los Squadristi, camisas negras en Italia; las camisas rojas, chavistas, en Venezuela. Sometidos, desde luego, a una militarización creciente de la sociedad, que se plasmó en símbolos, consignas y proclamas para exaltar el supremo rol de la violencia en el ejercicio del poder. Hoy, los clichés y la mitología comunista son aprovechados igualmente para ello, no para apoyar la fuerza de la razón, sino la razón de la fuerza.

Para un líder fascista, el desafío es sostener en tensión permanente a sus partidarios —inventar enemigos a cada rato se vuelve imperativo— para poderlos motivar para el combate; de él depende su salvación. El culto a la personalidad, pues. El problema para Chávez y el chavismo resultó que se fue erosionando esa imaginería heroica, a pesar de su insultadera contra los gringos. Felizmente (para ellos) los precios del crudo vinieron al rescate, disparándose por encima de los 100 dólares el barril. El reparto dispendioso, a costa de destruir el aparato productivo doméstico, sustituyó a la pasión para contentar a su gente. Sabemos lo que pasó: al caer los precios del petróleo a los niveles de antes (finales de 2014), desnudó a un país desolado, sobreendeudado, con su economía destruida y una industria petrolera devastada.

¿Cómo continuar satisfaciendo a los factores de poder que sostenían a la “revolución”? Ensanchando aún más las oportunidades de expoliación de la riqueza nacional que resultó del desmantelamiento de su tejido institucional. Aquel fascismo revolucionario, capaz de galvanizar a sus partidarios para movilizarlos para la lucha, degeneró en un fascismo de mafias, de bandas criminales. Desapareció la pasión. Ya no entusiasman a nadie. Cual zombis, empero, siguen con su sainete “revolucionario”, hablando del “Pueblo”, inventando conspiraciones y culpando al imperialismo. Ahora, cualquier disparate sirve como excusa para afirmar, como lo hace el energúmeno del mazo, que el país es de ellos y que: “Ni por las buenas ni por las malas nos vamos de acá nosotros”. Es decir, pone sobre el tapete su verdadero desiderátum: cómo quedarse con lo que se cogieron, sin penalización alguna.

Se aclara, entonces, un ingrediente vital de cualquier trato con la médula fascista que controla el poder. Saben que no tienen vida y que cada día lo tendrán peor. María Corina Machado de candidata sentencia su final. Pero, aun manteniendo su inhabilitación tramposa, cualquier relevo legítimo que recogiera su bastón, también marcaría su fin. Ningún plan “B” que represente una amenaza real para el núcleo mafioso será aceptado y de allí es que han decidido darle un palo a la lámpara. Subieron las apuestas con la intención de que se les garantice impunidad, incluyendo salvoconductos por si son desplazados del poder.  Las sanciones, en última instancia, son tolerables si no logran aquello.

Argumentarle a los sectores más sanos del chavismo que llegar a un acuerdo para permitir unas elecciones creíbles, con supervisión internacional, les abre la puerta para convertirse en una futura opción legítima en las contiendas políticas de una Venezuela democrática, es muy loable. No obstante, para los que aparentemente tienen el sartén cogido por el mango, la angustia es, definitivamente, otra. ¿Hasta dónde será capaz de llegar el liderazgo opositor, con María Corina al frente, para enfrentar sus demandas, a cambio de garantías electorales creíbles? En el balance está la fuerza que da el apoyo mayoritario, la firmeza de propósitos. ¿Los gobiernos democráticos que nos acompañan serán anuentes con una salida planteada en estos términos? ¿Y el andamiaje del derecho liberal internacional sobre el cual descansa la defensa de los derechos humanos?

Complejísimo problema, tanto en lo político, lo jurídico, como en lo moral y ético. Pero, del otro lado, está la prolongación del sufrimiento de tantos venezolanos, no se sabe por cuanto tiempo más, la destrucción continuada de medios de vida, la separación de familias y la vulnerabilidad frente a la represión de un Estado terrorista. Disyuntiva terrible pero muy apremiante y sin escapatoria.

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