El famoso libro Los sonámbulos (The Sleepwalkers), escrito por el profesor británico Christopher Clark, investiga los hechos de la Primera Guerra Mundial sin estar al tanto de la escala histórica de la catástrofe que se había perpetrado. No solo la hecatombe de víctimas y la escala de destrucción resultó ser catastrófica, sino que, además, provocó el colapso del sistema político europeo, admirado por muchos incluso hasta nuestros días como «el esplendoroso siglo XIX». Hace seis años, cuando se conmemoró el centenario de la guerra, el libro de Clark se convirtió en la «biblia política» de políticos e intelectuales, quienes chasqueaban los labios en señal de aprobación, mientras discutían sus tesis en incontables conferencias, promoviendo siempre la misma cautela para que no se repitiera el precedente «sonámbulo». Desde la perspectiva de Europa Occidental de «la belle époque«, que fuera brutalmente interrumpida por la guerra, uno pudiera decir que este tipo de narrativa, dictada a Europa por Clark, no solo carece de lógica, sino que además comprende los valores de la moral nobiliaria. Sin embargo, su relato debe impactar al polaco al hacerle ver la diferencia radical a la experiencia del siglo XX en Europa Central y del Este. Una diferencia que probablemente no advertiría un francés, un italiano o incluso un alemán, sin mencionar que tampoco la aceptarían.

Uno de los pasajes más famosos de la literatura polaca, conservado en la memoria de cada polaco desde los tiempos de la escuela, es la plegaria de La Letanía del Peregrino, escrita por el gran poeta polaco Adam Mickiewicz: “¡Por la guerra general!, ¡por la libertad de los pueblos! Te pedimos, Señor” [nota del traductor al inglés: traducción literal]. El pasaje es percibido como un anuncio profético de la llegada de la guerra, que se extendería por más de cien años de ocupación, y que finalmente llevaría libertad a los polacos, además de la posibilidad de vivir en su propio país. En la narrativa de Polonia, 1914 no es un “crimen” ni una “tragedia”, más bien lo opuesto, es el anuncio histórico de la libertad que sería restaurada cuatro años después. Fue el tiempo cuando el inesperado resultado de esa guerra provocaría la caída de tres imperios ocupantes: el alemán, el ruso y el austríaco.

Se trató de un momento clave para la comprensión que el ciudadano polaco tendría sobre el mundo y el lugar que Polonia ocupaba en él. Habiendo ganado la guerra, Inglaterra y Francia pavimentaron el camino para que los polacos retomaran la libertad, y de esta forma los dos poderes fueron inscritos como “amistosos” y como “aliados”, tanto en el código político como en el imaginario colectivo, percepción que fue transmitida de generación en generación. Sin embargo, eso no fue suficiente. Cada niño polaco sabe que la victoria solo fue posible por el hecho de que los estadounidenses entraron en Europa por primera vez en la historia. Cuando dejaron el continente, asqueados por la calidad de los políticos europeos, la tragedia no tardaría mucho en volver a ocurrir. La Segunda Guerra Mundial fue la prueba más obvia de que así sería. Entonces, la creencia del poder casi “mágico” de la presencia estadounidense en Europa, se enraizó en el ADN político que perfiló la identidad del polaco.

El Estado polaco, renacido en 1918, no podía pensar en sí mismo más que en los términos de la unión de una Europa Central más amplia. Obviamente, se trataba del recuerdo de días pasados, cuando la dinastía lituana de los Jagiellonia gobernó un amplio poder federal, con dos capitales ubicadas en Cracovia y Vilna. A pesar de que existían más categorías étnicas lideradas por el movimiento nacional polaco en el nuevo Estado, el hecho de que Józef Piłsudski asumiera el poder (en el día de la histórica tregua de Compiègne, el 11 de noviembre de 1918), significó que no se trataba de «nacionalistas», sino de «prometeístas», quienes definieron la misión política de posguerra del Estado Polaco. La alianza militar entre ucranianos y bielorrusos, quienes se encontraban luchando por liberarse de los planes rusos de restablecer una unión en Europa Central y del Este, se quebró bajo la presión de los bolcheviques. Apenas había fortaleza para defender al Estado Polaco contra los bolcheviques, quienes para el verano de 1920 lograron agruparse en las cercanías de Varsovia. Resultaba imposible reunir suficiente fortaleza para renovar la idea de una unión en el Medio Este de Europa. Sin embargo, la unión no estaba formada para ese entonces, y esa parte de Europa pronto se convertiría en un campo de batalla para el nacionalismo. En ese entonces, inmediatamente después de la Gran Guerra, su consecuencia se convertiría en un eco que estaría resonando en la política polaca a través del siglo pasado y hasta nuestros días.

Primordialmente, se trata del eco de los sueños de integración política que ya no pueden llevarse a la realidad, particularmente en el Centro y Este de Europa. A través de los tiempos, la inhabilidad para mantener este tipo de uniones se hizo cada vez más evidente. Sin embargo, esos sueños pudieran materializarse a través de un gran proyecto de integración para toda Europa en su conjunto. Uno debe tener ello en cuenta para comprender el entusiasmo de los polacos ante su ingreso a la Unión Europea, así como por la expansión que contempla la inclusión de Ucrania, Bielorrusia, Moldavia y Georgia. La peculiar «transferencia» de la Unión al Este ha definido la misión política contemporánea del Estado polaco, y sin la asimilación de este hecho, es imposible entender la política oficial de Polonia de los últimos 25 años.

Desafortunadamente, también existe un distante eco que resuena con fuerza en la memoria polaca, vinculado al hecho de que, en 1920, cuando todos los planes del país se veían amenazados de fallar, junto a la propia existencia del Estado polaco, los “aliados” y “amigables” poderes europeos, particularmente la Inglaterra bajo el mando de Lloyd George, paradójicamente tomó el lado de los bolcheviques. Fue durante la misma época que, en la Conferencia de Spa, el gobierno polaco fue forzado a entregar a la Rusia Soviética la mitad de su territorio, correspondiente al espacio del que se apropiaron los zares rusos en el siglo XVIII.

En Polonia nunca fue posible eliminar esta desconfianza intuitiva hacia los “amigos” europeos, que sería fortalecida en 1939 y, de hecho, se mantiene hasta nuestros días. Resulta preponderante la resonancia del eco que produjeron aquellos eventos, que mantienen una particular sensibilidad polaca hacia el rechazo de Europa a ucranianos y bielorrusos, nacionales de las únicas naciones que hace un siglo, con Polonia, enfrentaron con fuerzas armadas la amenaza soviética. Hecho que debe ser tomado en cuenta para quien hoy desee comprender por qué un millón de inmigrantes ucranianos, a quienes le dimos la bienvenida con los brazos abiertos, viven y trabajan en Polonia. Además, su conocimiento nos permite valorar la cumbre de la Unión Europea, donde el primer ministro polaco trabaja (exitosamente) para la aprobación de un extensivo plan de apoyo económico para Bielorrusia, que se pondrá en marcha cuando sus ciudadanos logren remover la tiranía que ha prevalecido en ese país hasta los momentos.

En su famoso libro, el profesor Clark demostró que los ecos de esa Gran Guerra pueden ser escuchados con claridad en la política contemporánea; es cierto, sólo que aquellos ecos resuenan un tanto diferente en un polaco y en un gran historiador británico.


Artículo publicado en Wszystko Co Najważniejsze (Polonia), como parte de un proyecto educativo histórico del Instituto Nacional de la Remembranza


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