En uno de los  delirios literarios que padeció por leer demasiadas novelas de   caballería, don Quijote de La Mancha elogió con vigor las hazañas de Orlando el furioso, extenso  poema èpico del italiano  Ludovico Ariosto (1532) en el que narró cómo aquel caballero cristiano, invencible soldado de Carlomagno en batallas contra los sarracenos musulmanes, perdió la razón por Angélica, la princesa de Catay, su despecho y celos derivaron en su locura resentida hacia la destrucción total de poblaciones con sus pacíficos habitantes.

Aquel romanticismo se perdió, los nuevos perturbados se enamoran en directo  del poder, su locura arrasa ciudades con sus pobladores inocentes. Demencia que les conserva y amplía su avaricia político-financiera. Vladimir Putin es hoy por hoy el  representante más  evidente y peligroso de esta enfermedad que usa y abusa en una Rusia obediente a sus órdenes de alienado. Invade a Ucrania como si nada. Históricamente el pueblo ruso no pudo ni logra  alcanzar la libertad democrática.

El putinismo está, pues, en la entraña rusa y lo testimonian clásicos escritores de los siglos XIX y XX. Chéjov lo detectó en sus cuentos, que son la crónica doméstica del ruso promedio; Tolstoi lo penetró en su teocracia sostenida por el cismático cristianismo ortodoxo; Dostoievski lo denunció escarbando el corrupto sistema judicial bolchevique; Solzhenitsyn lo padeció y desnudó personalmente en la   putrefacta estepa Siberia de Stalin y sucesores, el foco donde Putin -desde cerca y lejos- elimina sistemáticamente a sus críticos y adversarios representados hoy en el heroico  y asesinado Alexei Navalni.

Vladimir Putin no acepta la caída del muro berlinés, continúa ejecutando sus  funciones como alto funcionario de la presuntamente desaparecida KGB y se lo  atribuye como deber en  nombre del pueblo al que califica de sagrado, supremacista, cuando en realidad se  tornó  a juro en un conglomerado sometido, temeroso, silenciado a punta de golpizas, cárceles, torturas y matanzas.

Sobre los métodos del  putinismo en su proceso de dominio interno y externo con  guerras calientes, frías y tibias, resulta imprescindible conocer la biografía que Emmanuel Carrère narró en Limónov (Editorial Anagrama, 2014) sobre el brillante y arrepentido putinista ruso exiliado en Francia.

Entre sus múltiples hazañas injerencistas basta recordar cómo Putin se sirvió de dobles espías en las elecciones estadounidenses apoyando maniobras para la  reelección de Donald Trump, quien lo admira por confesión pública pues le fascinan los “hombres fuertes”. Acaba de enviar a su canciller Lavrov para que otra vez haga escalas en La Habana y Caracas a fin de fijar las estrategias políticas sobre  eventuales elecciones presidenciales en Venezuela y qué más se puede hacer para bloquear la candidatura de la legitimada María Corina Machado. Y así por el estilo.

De esta manera el zar-camarada-presidente eterno de Rusia, a través de elecciones mentirosas, actualiza para este siglo una mezcla aliñada de antiguos, nuevos y diversos autoritarismos que hoy se reflejan en su mirada fría, congelada, pétrea y en sus labios filosos, apretados con la furia de un delincuente empoderado.

Al analizar los silencios de Díaz-Canel, Ortega, Petro, Maduro, López Orador y Lula da Silva frente a la  actual guerra genocida  de Putin, sin duda se consagra el  fenómeno putinista como renovado proyecto mundial cuya meta firme y fija es acabar con las democracias liberales, cuando, donde, como y con quien sea.


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