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La imagen de Putin se ha deteriorado en el mundo y su caída es inevitable, como lo fue para figuras mitológicas castigadas por su desmesura.

Rousseau en su Contrato social y Kant en su Paz perpetua llegan a la misma conclusión: en una democracia, el pueblo es el titular del poder político (…) la guerra entre naciones democráticas es inconcebible, pues el pueblo jamás querrá hacerse masacrar en los campos de batalla, siempre y cuando estemos en presencia de democracias sanas y funcionales y no de dictaduras disfrazadas.

Las guerras sólo serán posibles cuando son libradas entre regímenes totalitarios, o entre democracias y autocracias (…)

Vladimir Putin es un triste vestigio de la era del Sóviet Supremo, del politburó, de la nomenklatura, de los apparátchik del Estado soviético. Ahí fue formado y nadie es ajeno a su naturaleza y su educación. Llamemos las cosas por su nombre: con cuatro mandatos presidenciales consecutivos, desde 2000 Putin es un autócrata, un tirano (…)

La anexión forzosa de Crimea a Rusia en 2014 fue una señal inequívoca: lo propio de los imperios es expandirse (…)

Todavía hace un par de años Putin era un líder respetado y no carente de carisma, pero al tomar la funesta decisión de invadir Ucrania, el mundo empezó a verlo —y con toda razón— como a un villano.

Como curándose en salud de la impugnación universal de que pronto sería objeto, el 22 de diciembre de 2020 firmó un proyecto de ley que otorga inmunidad procesal de por vida a los expresidentes rusos.

Sus delirantes fantasías de restituir a la madre Rusia la potestad que algún día tuvo sobre la mitad del mundo no son en lo absoluto viables hoy día.

Putin cometió errores de principiante. Subestimó el poderío militar ucraniano, no “estudió” al rival. Luego, el error simétrico: sobreestimó el músculo bélico de Rusia. A esto hay que añadir otro componente, esta vez de orden sicológico y emotivo: la motivación.

Mientras los ucranianos luchan por su patria, por su libertad, por defender lo que es suyo y por expulsar de sus tierras al invasor, los soldados rusos luchan para cumplir las órdenes en una guerra en la que no están involucrados emotivamente, cuya causa les es indiferente, y teniendo que representar ante el mundo el rol de los perversos invasores.

Esta guerra nunca debió darse. Si en el siglo pasado, al inicio de la década de los 90, Washington no se hubiera embriagado de arrogancia al presenciar frente a sus ojos la desintegración de la Unión Soviética —convirtiéndose en la única superpotencia de un mundo unipolar— y acelerar la expansión de la OTAN hasta la frontera con Rusia, hoy no estaríamos viendo este baño de sangre que inunda a Europa.

En la Conferencia de Seguridad de Múnich del 2007, Putin advirtió a Occidente que la adhesión de Ucrania a la OTAN era, para su país, una provocación inaceptable. Lamentablemente, no se dio lo que pudo evitar esta invasión: hablar más, dialogar más y negociar.

Putin ignoró todo lo que en la guerra es imponderable e inmensurable: no investigó de qué madera humana estaba hecha el alma de los patriotas ucranianos. Muy malparada queda la armada rusa (…) Putin se autoderrotó. Su imagen se ha desplomado en el mundo entero, y ya está teniendo que enfrentar sediciones.

El pueblo ruso aún apoya a Putin, pero lo hace con mucha menos convicción. Es una cuestión de tiempo. Todo tirano termina por caer. A Putin le espera el juicio riguroso de la historia, de sus conciudadanos y de la comunidad mundial.

Artículo publicado en el diario El Universal de México


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