En  estos días Puerto Rico ha dado muestras de haber tomado conciencia de un fenómeno que ya se viene extendiendo en todas las latitudes del planeta: el hastío de la ciudadanía con la corrupción. El caso de la isla tiene aristas comunes con lo que ocurre y ha ocurrido en Venezuela, pero también tiene diferencias que deben ser tenidas en cuenta a la hora de hacer un análisis.

La primera coincidencia es la extensión del fenómeno de la corrupción que en Puerto Rico ha venido ocupando cada vez más espacio abarcando desde el manejo doloso de fondos federales remitidos por Washington para la recuperación de los grandes daños ocasionados por el huracán Irma que castigó a la isla en septiembre de 2017, la desastrosa gestión de la deuda pública estatal que ha llevado a la isla a declararse en bancarrota, hasta los estragos causados por la repartición de contratos públicos con sobreprecio y baja supervisión basada en el amiguismo.

Igual que en Venezuela, lo anterior no es nuevo ni mucho menos, ni ha sido causado por la gestión del gobernador Roselló quien no aparece como responsable directo de los vicios señalados, sino como continuador de la dinámica que hoy, por una chispa aislada, parece que va a generar importantes consecuencias y cambios.

En efecto, la chispa fue la divulgación –seguramente causada por intereses creados– del contenido de un chat electrónico existente entre el gobernador con su entorno íntimo político y de gobierno que ha resultado en el destape descontrolado de fuerzas y tensiones que se habían mantenido latentes. Las expresiones que desataron las furias son del tipo homofóbico, bromas de mal gusto y comentarios poco prudentes que en  tiempos de “normalidad” no hubieran dado lugar a ninguna reacción más allá de los límites de quienes eran partícipes del grupo, tanto más en el ámbito de la cultura latino/caribeña que suele ser más tolerante con cierto tipo de bromas y lenguajes.

Lo que siguió fue una explosión de acciones y reacciones que tan pronto tomaron estado público causaron el surgimiento de la ira popular contenida tal vez por lustros de observar, aguantar y a lo mejor hasta beneficiarse algunos de un estado de cosas, inaceptable además de ilegal. Primero miles y luego cientos de miles de personas, dentro de un marco de protesta con civilidad salieron a la calle a exigir la renuncia de Roselló, quien al cabo de respuestas y negaciones terminó entendiendo que su tiempo político había llegado a agotarse, pese a que aún le quedaban dos años de mandato. Mantenía intacta la legalidad, pero había perdido legitimidad ante un  reclamo masivo y espontáneo.

¿En qué se diferencia el caso de la isla del de Venezuela?

En primer lugar, Puerto Rico es una democracia en cabal funcionamiento institucional y también como valor cultural de sus habitantes. Por tal razón las protestas que tuvieron lugar frente al palacio de gobierno –que se llama La Fortaleza– fueron controladas y en algunos casos limitadas por las fuerzas del orden aplicando todos los protocolos de civilidad y respeto de los derechos humanos. Sí hubo “gas del bueno”, pero aplicado con criterio restringido y solo en los casos excepcionales: cero muertos, cero contusos.

Luego algunos ciudadanos de alta visibilidad mediática oriundos o domiciliados en la isla (Ricky Martin, Residentes, etc.) se hicieron presentes en las primeras filas de las protestas y aportaron su notoriedad para potenciar los reclamos. Ninguno fue restringido, ni detenido ni descalificado por el ejercicio de su derecho ciudadano.

A diferencia de la Venezuela de 1998 no hubo ni emergió ningún mesías prometiendo villas y castillos ni soluciones populistas con promesas incumplibles como las que en su día obnubilaron a vastos sectores de nuestra sociedad. Los eventos ocurridos se supone que tendrán consecuencias en el quehacer político de la sociedad puertorriqueña, pero nadie está reclamando ninguna “revolución” ni que se perdone la deuda pública ni que se frían en sartenes las cabezas de los posibles causantes de la situación. Tampoco ha crecido por esta causa la aspiración independentista que por décadas no pasa de 3% o 4% en todas las consultas populares. Los boricuas, en su determinante mayoría, entienden sin complejo que bajo la forma de la estadidad o el statu quo de “estado libre asociado” se benefician de su condición de ciudadanía estadounidense, sin perjuicio de los valores ancestrales de su herencia hispana y latinoamericana.

Vendrá un nuevo gobernador, se exigirán y rendirán cuentas hasta que el transcurso de algún tiempo y la fortaleza de las instituciones, que es legado de la cultura política estadounidense, pongan las cosas de nuevo en su lugar sin recurrir a los eslóganes ya desgastados que en Venezuela son el pan de cada día (porque del de verdad no se consigue).


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