Y entonces sabremos que hemos vuelto los ojos a las puertas de marfil del mundo de los prodigios que fuera nuestro antes de convertirnos en sabios e infelices.

  1. P. Lovecraft

Mi padre murió a mis catorce años. Yo era el mayor de cinco hermanos. Aquel fue un tiempo difícil. Su muerte estuvo precedida por el embargo del negocio familiar y sucedida por el diagnóstico de hidrocefalia de mi hermano más pequeño, que cumplía nueve. Fuimos todo lo pobres que se puede sin llegar a ser pordioseros. Comimos por la caridad de un sacerdote amigo que nos daba una mesada, y dormimos bajo techo por una tía que nos dio albergue en su casa. Era arduo imaginar la vida más allá del 15 de cada mes, y la tristeza era un rostro habitual cuando nos sentábamos a comer… con la cabecera de la mesa vacía. La soledad era por entonces tan persistente como el aire.

Doce días después de fallecido mi padre fue Navidad… para los otros. Nosotros no sabíamos dónde estábamos ni a dónde íbamos. Recuerdo aún esa sensación de no entender qué había pasado y por qué. Eso que Kundera diría cuatro años más tarde en La insoportable levedad del ser: «La tristeza era la forma y la tristeza era el contenido». Yo esperaba en aquel tiempo a que se abrieran las puertas de marfil… el gran prodigio que nos rescatara del abismo, el suceso extraordinario que partiría en dos el mar Rojo…pero no llegó.

En su día no entendía yo de portentos insignificantes. Años después un amigo me lo haría notar. Él era la única persona con la que por entonces conversaba. Era un panadero portugués de nombre Manuel a quien había regalado mi pekinés. Una tarde, en su portuñol, me dijo que estuviera atento a los pequeños prodigios.

Aquel humilde panadero me había dado una de las lecciones más importantes de mi vida: a menudo, los grandes prodigios suelen ser la suma de otros insignificantes. Cuando miro hacia atrás, puedo reconocer la larga cadena de pequeños milagros gracias a la cual mis hermanos y yo no sucumbimos. Algunos son dignos de mención.

Dos días después del sepelio de mi padre, varios compañeros de colegio se presentaron en casa para entregarle a mi madre el dinero de sus meriendas, y dos años más tarde, cuando finalmente yo lograba regresar al liceo, ellos habían dejado, de lo recaudado para su fiesta de graduación, una dote para que prosiguiera mi escolaridad.

Un día fui al mercado, pero las monedas que mi madre me había dado apenas alcanzaron para comprar unas pocas zanahorias. Ya en mi hogar, en la bolsa también estaban dos muslos de pollo. Nunca supe quién ni cómo los puso allí al percatarse de que yo no podía pagarlos.

Fueron tiempos muy duros. Recuerdo que zurcía mis trenzas porque no teníamos ahorros para comprar el recambio… pero siempre ocurrió el cotidiano portento de tener sobre la mesa los alimentos para cada comida. También viví el pequeño prodigio de cruzarme en la calle con gente que me saludaba con genuino cariño, que me abrazaban y dejaban en el bolsillo de mi jersey algo de dinero, sin que yo lo notara. Asimismo, experimenté el milagro de conocer personas que me impulsaron a luchar por la vida y la dulzura que ella encierra. No lo vi entonces: mi padre, en su exigua existencia, me había dado la clave que abre algunas minúsculas maravillas: el valor del esfuerzo con sentido.

Son estos prodigios insignificantes los que hacen de la vida algo valioso. Esa es la esencia de lo que descubrió Viktor Frankl en Auschwitz para mantenerse vivo y hallar el sentido vital donde aparentemente no existía. Hace falta, sin embargo, una mirada particularmente especial que atienda al prodigio, liberada de nuestra inveterada soberbia de adultos: mirar como quien mira por primera vez la vida… como niños. ¡Solo así será posible volver los ojos a las puertas de marfil y ver el hendido mar Rojo!

Anoche, cuando me fui a dormir, no lograba conciliar el sueño: mi hiperacusia hacía que el canto de un grillo en el jardín sonara estrepitosamente en mi cabeza… hasta que me di cuenta de una belleza maravillosa, sus estridulaciones (chirridos) seguían un patrón: cuatro, pausa, seis, pausa, cuatro, pausa, ocho, pausa y volvía a comenzar. Luego reparé en otro grillo de canto diferente: cuatro, pausa, dos, pausa, cinco, pausa y volvía a empezar. Recuerdo que finalmente me dormí agradecido, contando chirridos y tratando de entender la lógica del contrapunto que hacían… Volver los ojos a las puertas de marfil significa hacerlo con gratitud.

La vida puede ser todo lo dulce o amarga que elijamos que sea. De nadie más depende la decisión. ¿Cuántas veces hemos pedido una segunda oportunidad? Soy de los que creen que vivimos una sola vez. No hay otro chance. Una ocasión de vivir es apenas lo que tenemos, y vale la pena hacerlo como si fuera la segunda vez: con gratitud y procurando cuidar los detalles. Con toda seguridad, mañana no estaremos, pero permanecerá el aroma que hayamos dejado en otras almas. Esa es una fragancia eterna. Quien aprenda a abrir las puertas de marfil habrá entendido cómo perfumar la eternidad…


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!