Escribe Marcel Proust en La fugitiva: “Los pesares de mis celos retrospectivos procedían del mismo error de óptica que en los demás hombres, el deseo de la gloria póstuma”.

Este enorme escritor se debate en el vacío de un sueño, los celos lo convierten en una extraña persona, esa que olvidó que es un hombre. No obstante hacer de su vida algo semejante a un sueño, atormentado por los lapsus y las interrupciones, es el logro de Marcel y el arte de Proust.

Los celos sexuales, en Proust, van acompañados de una singular obsesión por las cuestiones de espacio y tiempo. El amante celoso que, como escribe Proust, busca en sus averiguaciones cada detalle que le pueda revelar la localización y duración de la infidelidad y la traición de Odette. ¿Por qué?  Proust tiene un pasaje maravilloso en el volumen La fugitiva: “Creemos saber exactamente las cosas y lo que piensa la gente, por la sencilla razón de que no nos importa. Pero en cuanto sentimos el deseo de saber, como le ocurre al celoso, se origina un vertiginoso caleidoscopio en el que ya no distinguimos nada. Que Albertina me hubiera engañado, con quién, en qué casa, qué día, aquel en que me dijo tal cosa, o en el que recordaba haberlo hecho yo a esto o lo otro: de todo esto yo no sabía nada”.

Y más adelante escribió: “Los pesares de mis celos procedían del mismo error de óptica que los demás hombres el deseo de la gloria póstuma”. ¿No es este el credo negativo tanto de Marcel como de Proust? Entre esos “otros” hay que incluir a dos grandes precursores: Flaubert y Baudelaire. En esa fila vemos a Proust. En este caso, la lucha estética por la inmortalidad es un error óptico, aunque se trata de una de esas concepciones erróneas de la vida que, sin embargo, son necesarias para la vida. Y también una concepción errónea del arte que es arte.

Proust se ha apartado de Flaubert hacia una radical confesión del error; a novela envidia creadora, el amor son los celos, los celos son el terrible temor de que no haya suficiente lugar para uno, y que una no tenga tiempo para acogerlo, pues la muerte es la realidad de la propia ida. Yo he sufrido los celos a su nivel máximo, espiaba a la mujer de mis amores, la seguía hasta el último rincón adonde sospechaba que iba, mas su nuevo amante no era imaginario.

Dos cuerpos en una cama, y estaba otro, el otro que me hacía desear la muerte. Fui a un psiquiatra. Me suministró pequeñas píldoras, pero yo sabía que el dolor era más grande, las anularía. Y así fue. Semanas después me hizo comprender que mi yo corporal podía volar solo. Volví sobre mí mismo, a mis clases, a mis lecturas, a mi escritura. ¡Era libre de nuevo! Nuestro yo es siempre un yo corporal, insistía Freud, y los celos se unen al yo corporal y a los instintos de amor muerte como un concepto frontera.

Proust, al igual que Freud, regresa, después de todo, al profeta Jeremías, ese incómodo sabio que proclamó una nueva interioridad para el pueblo de su madre. Jeremías dijo que la ley está escrita en nuestras entrañas. También para Proust la ley es justicia, pero el dios de la ley es un dios celoso, aunque sin duda es el dios de los celos.

Para Proust, el amante celoso teme que alguien haya ocupado su ligar en la vida. Su único recurso es buscar el tiempo perdido, con la esperanza, que nos ofrendó una obra monumental, de que la recuperación estética de la ilusión y los bellos días vividos, le engañe de un modo superior al que teme haber sido ya engañado. ¿Lo creyó posible en su lecho de asmático moribundo?


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