La historia de la humanidad se ha movido de una u otra manera al vaivén de dos extremos: la prosperidad y la pobreza, un círculo en continuo movimiento que al parecer no tiene fin. Por lo general, la mayoría de los gobernantes -y quienes los acompañan- no han tenido la voluntad de adentrarse en el tema sin intereses personales o prejuicios de algún tipo. No obstante ello, los estudios sobre tan relevante asunto no han parado y han terminado por concluir que la clave del desarrollo subyace en la repartición del poder de la manera más amplia.

En un importante trabajo de casi 600 páginas que llevaron a cabo dos reconocidos profesores estadounidenses (Daron Acemoglu y James A. Robinson), el cual se publicó en español bajo el título Por qué fracasan los países, se resalta lo siguiente: «Las instituciones políticas estipulan quién tiene poder en la sociedad y para qué fines puede utilizarse. Si el reparto del poder es restrictivo e ilimitado, las instituciones políticas son absolutistas… Con instituciones políticas absolutistas como las de Corea del Norte y la América Latina colonial, quienes ejerzan este poder serán capaces de establecer instituciones económicas para enriquecerse y aumentar su poder a costa de la sociedad. En cambio, las instituciones políticas que reparten el poder ampliamente en la sociedad y lo limitan son pluralistas. En lugar de concederlo a un individuo o a un pequeño grupo, el poder político reside en una amplia coalición o pluralidad de grupos».

A pesar de eso, los autores no dejan de resaltar que la clave para comprender por qué dos países democráticos como Corea del Sur y Estados Unidos tienen entidades económicas inclusivas no está solamente en sus instituciones políticas pluralistas, sino también en sus Estados poderosos y suficientemente centralizados. Ello marca, de modo concluyente, una significativa diferencia. Allí reside la la clave de sus respectivos éxitos. El punto de inflexión en ese terreno arrancó en Inglaterra, en 1688, y el proceso se desarrolló en los términos que se exponen a continuación.

Willian Lee, un egresado de la Universidad de Cambridge, regresó a su terruño en 1583, después de concluir sus estudios. Para ese momento la entonces reina de Inglaterra había puesto en vigencia una norma que obligaba a todos los naturales de su país a utilizar un gorro de punto. El nuevo implemento era hecho a mano por los tejedores, razón por la cual el proceso de elaboración era extremadamente lento ya que sólo se empleaban dos agujas y una línea de hilo. De la mente innovadora de Lee brotó la solución para aquella obstaculización: emplear varias agujas a la vez. Con esa novedosa acción que daba inicio al proceso de mecanización textil se solucionaba la traba existente. Pero como dice el refrán: una cosa piensa el burro y otra el que lo monta.

Lee creo su novedoso prototipo en 1589 y solicitó una entrevista con la reina Isabel I con el propósito de pedirle una patente que evitara que otras personas copiaran su diseño. Cuando Isabel conoció el proyecto se negó a conceder la patente, explicándole sus razones: la novedosa máquina sería la ruina de sus súbditos, al privarles de empleo y convertirlos en mendigos. El real trasfondo de la negativa era que la mecanización de la producción de medias conllevaría a la desestabilización política y finalmente al cambio del poder político.

Lo anterior no fue óbice para que finalmente el poder político se redistribuyera, primero del rey a los lores y después de la élite al pueblo. Esos cambios condujeron finalmente a que se sentaran las bases para las instituciones políticas plurales. Acemoglu y Robinson son categóricos al señalar en su investigación lo siguiente: “La capacidad de la Corona para conceder monopolios fue una fuente de ingresos clave para el Estado, y se utilizó con frecuencia como forma de otorgar derechos exclusivos a los partidarios del rey”.

Pero inevitablemente todo tiene su final, el cual vino de la mano del estatuder (magistrado supremo) holandés, Guillermo de Orange, quien aportaría un ejército y reclamaría el trono para gobernar como monarca constitucional instituido por el Parlamento. Los cambios que a partir de entonces se llevaron a cabo fueron relevantes: determinó la sucesión al trono de una forma muy distinta a los principios hereditarios que regían en aquel entonces, y también dispuso que el monarca no podía suspender leyes ni deshacerse de ellas y reiteraba la ilegalidad de la fiscalidad sin consentimiento parlamentario. Inevitablemente, la autoridad y el poder de tomar decisiones pasaron al Parlamento después de 1688.

Por qué fracasan los países es un libro que los políticos opositores de Venezuela deben leer y releer de cabo a rabo.

@EddyReyesT

 


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