El 29 de septiembre se conmemoró por primera vez en todo el mundo el Día de la Concienciación sobre la Pérdida y Desperdicio de Alimentos (PDA).

Esta celebración ocurre en medio de la crisis del COVID-19, uno de cuyos efectos ha sido un aumento en la cantidad de alimentos que se pierden y desperdician a nivel mundial, debido a las múltiples restricciones que los países han implementado para enfrentar la pandemia.

América Latina y el Caribe pierde cerca de 11% de los alimentos que produce, alrededor de 220 millones de toneladas al año. Pero no es solo la comida la que se pierde, sino también debemos considerar el agua, la tierra, las horas de trabajo y esfuerzo, humano y tecnológico que hay detrás.

De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, la huella de carbono que deja la pérdida y desperdicio de alimentos a nivel mundial es de 3,3 giga toneladas de dióxido de carbono (CO2), 7% de las emisiones de gases de efecto invernadero a nivel.

En el proceso de producción de los alimentos que se pierden o desperdician a nivel global, se utilizan 1.400 millones de hectáreas de tierras, lo que equivale a 30% de las tierras agrícolas del mundo. Y los números siguen: el uso agua atribuible a los alimentos perdidos o desperdiciados representa cerca de 6% de la extracción total de agua a nivel mundial.

Reducir la huella ambiental que deja la pérdida de alimentos es una de las claves para avanzar a la transformación de los sistemas alimentarios. Previo a la pandemia, ya se proyectaba como un desafío complejo alimentar a la población mundial de forma sostenible desde el punto de vista ambiental. Satisfacer esa demanda se traduciría en una presión aún mayor sobre los recursos naturales; sin embargo, un uso más eficiente de los recursos existentes, a partir de la información y conocimientos disponibles constituye la respuesta para garantizar una alimentación saludable en un planeta sano.

Pero ya tenemos soluciones innovadoras. Una es aprovechar los procesos culturales y tecnológicos en marcha para prevenir las pérdidas, con aplicaciones digitales que permitan monitorear puntos críticos. Otra es la creación de alianzas público-privadas que generen un mejor uso de los recursos mediante la innovación.  Otro camino es la resignificación de los objetos descartados y obsoletos, transformando los alimentos que están destinados a desecharse en recursos.

Eso generaría una economía de lo vital y disponible, y no una producción y consumo serial que equipara al alimento con un producto genérico.

Los gobiernos, las empresas, la sociedad civil y la academia ya vienen sumando esfuerzos, desde el levantamiento de información, las inversiones en capacidad, infraestructura y tecnología, hasta esquemas colaborativos donde el alimento es valorado en todos sus ámbitos.

Este primer día internacional nos recuerda que no todo está perdido, y que juntos podemos recuperar y transformar.


Sara Granados es consultora de la FAO

http://www.fao.org/americas/es/


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