Mañana presentaré en Torrelodones, un municipio de clase media alta de Madrid, mi juicio al colectivismo recogido en La Rebelión de los Tejones, un libro que escribí en la cárcel.

Me acompañará su alcaldesa, Almudena Negro, una libertaria, que me ha hecho el honor de escribir el prólogo. Almudena escribió un libro brillante titulado Contra la socialdemocracia.

Con ella coincido ideológicamente.

Para mi entre socialdemocracia, socialcristianismo y socialismo, este último es el más honesto. Digo más honesto, no mejor, porque en la práctica no hay diferencia entre ellos: los tres provienen del mismo principio colectivista estalinista. Los tres invalidan los derechos individuales y subordinan al ciudadano a lo colectivo, entregan la subsistencia y la vida de los ciudadanos al poder de un gobierno omnipotente y las diferencias entre los tres son unas de mera decisión. Sobre cuál grado de intervención hay que aplicar.

El error del país ha sido negar la realidad del libre mercado y asumir una cosa confusa: el semicapitalismo. Ese relativismo –parafraseando el concepto del papa Benedicto XVI sobre la ausencia de valores, supeditando  la vida a las pasiones- es como un barco a la deriva, al azar en el medio del océano, a merced de cualquier viento casual, ola, o corriente, un barco cuyos pasajeros piden protección, se amotinan en el camarote gritando: No muevan el barco.

Pero, el barco sí se mueve.

Para mí esta ambigüedad tiende a su clímax en el consenso electoral. Una idea muy romántica pero poco democrática. Es la creencia ciega de que cualquier deseo, de cualquier naturaleza, sobre cualquier cosa, deberá ser aceptado como un derecho válido, siempre que lo sostenga un mínimo suficiente de personas; que una mayoría electoral le puede hacer a una minoría lo que le plazca. El gobierno de las bandas.

Esa economía mixta (el semicapitalismo) trae como premisa que cada acción gubernamental es una amenaza directa para algunos hombres y una amenaza indirecta para otros o todos. Cada interferencia gubernamental en la economía, consiste en otorgar un beneficio arrancado por la fuerza, por algunos hombres a costa de otros. ¿Qué criterio de justicia es ese?

Economía mixta es una mezcla de libertad y controles, sin principios. Cómo se puede moderar una visión de quien piensa que tiene el derecho inalienable a su vida, libertad, y felicidad, con los puntos de vista de un burócrata que está convencido que el «bienestar público» del Estado le permite robar, esclavizar o encarcelar a otros ciudadanos.

Los socialdemócratas tenían un programa de reformas sociales amplias y un espíritu de cruzada. Apoyaban abiertamente para Venezuela una economía planificada, justificaban la ampliación del poder del gobierno como un fin noble, la liberación de los pobres, como arengaba Rómulo Betancourt, aunque evidentemente los multiplicaron.

Sus nobles intenciones solo eran eso, nobles intenciones.

Los socialdemócratas modernos, incluso aquellos que surgieron de las divisiones de los partidos tradicionales venidos a menos en 1998, hablan de pragmatismo, denuncian los conceptos políticos como etiquetas, consignas, y no quieren etiquetarse. Dicen cosas demagógicas como estas: «Si estar con los pobres es ser de izquierda, entonces lo soy; y si ser de derecha es defender la propiedad privada, lo soy también».

Pero detrás de esto se esconden sus verdaderas intenciones y su programa.

Plantean una semipropiedad, critican al «capitalismo salvaje», pero no son tan chiflados como para acabar definitivamente con la empresa privada, a la que quieren controlar. Saben que los empresarios son las vacas lecheras de la economía mixta que defiendan los estatistas socialdemócratas.

Esa noción de las llamadas asociaciones entre el Estado y empresarios, que predicó en su máxima expresión el llamado «Estado de Bienestar», y líderes marxistas como Hugo Chávez o Fidel Castro, recientemente, es un engaño, típico de una ideología fascista.

No puede haber asociación entre burócratas armados y particulares sin armas que no tienen otra opción que obedecer.

Qué ventaja tiene un empresario –si es tal- con un socio cuya palabra arbitra la ley, secundado por policías y tribunales, y el derecho legal de imponer su criterio a punta de pistola.

¿Qué asociación puede haber entre las ideas y las balas?

Cuando uno mira en perspectiva el papel de ese honorable aprovechador de la democracia que fue el empresario Pedro Tinoco o los saltos de Eugenio Mendoza, se termina dando cuenta de ese empresariado parásito, alrededor del saqueo creado por el reparto propuesto desde 1958.

La forma desvergonzada, o exaltada por ciertos cronistas a sueldo, en que Pedro Tinoco y Carmelo Lauría, entre otros empresarios, influyera sobre la política de Carlos Andrés Pérez (1973-1977).

La nacionalización del petróleo, el hierro, el plan de reforma administrativa, así como su interesada influencia en proyectos económicos que vinculaban al Estado con el capital extranjero y nacional, hablan de este nuevo empresariado que fue una verdadera maldición para nuestra nación

Entre los hombres de negocios como en todo otro grupo o profesión, existen hombres – como Pedro Tinoco, y un largo etc.- que temen a la competencia de un mercado libre, y que dará la bienvenida a un «socio» armado para extorsionar obteniendo ventajas especiales sobre sus competidores más competentes; los hombres que tratan de subir, no por méritos sino por influencias, los hombres que están dispuestos a vivir no de acuerdo a derechos sino al favor del Estado. El hombre aferrado a las faldas del Estado como un niño aterrorizado por la posibilidad de caminar solo, sin ayudas y enfrentándose al mundo tal cual es.

Eso fue lo que pasó en Venezuela, en consecuencia se desarrollaron intensos conflictos entre hombres de negocios durante el periodo. Lo que reflejaba los conflictos era el aumento de la competencia entre los empresarios por lograr el acceso a los proyectos y fondos estatales, y por último, ocupar una posición en el seno del Estado empresarial.

Atado a un nacionalismo a ultranza, el Estado desestimó a los capaces, inteligentes. El capital humano del país, los verdaderos empresarios, fueron frustrados por los mediocres. Se hizo tradición en Venezuela sobreproteger a la industria local reducida a negocios con el Estado, independientemente de que su existencia tuviera justificación económica.

Por más duras que sean las cosas que he dicho en este extenso capítulo, las realidades aquí descritas, corresponden desgraciadamente a la verdad.

La clase que emergió bajo el caudillismo de Rómulo Betancourt, en 1958, presentó al Estado como el hacedor de los milagros que podía convertir su dominio de la naturaleza en fuente del progreso. Sin embargo, al crear una estructura industrial bajo el manto protector de los petrodólares, los programas de modernización, como los del general Pérez Jiménez, o Carlos Andrés Pérez, fomentaron un empresariado- si es que se le puede llamar así- con una tendencia a funcionar como esas trampas con queso para atraer ratones. Ellos eran conjuntamente con sus empresas trampa para capturar rentas petroleras.

Bajo esta mentalidad, atada a lo concreto, al corto plazo, como la fiesta de niños donde se derriba la piñata antes de media noche, mientras se pide a gritos la repartición de los juguetes, se creó una cultura del saqueo con una moral muy increíble.

Así las cosas, fueron los socialdemócratas los más grandes críticos del capitalismo salvaje, mientras frenéticamente evadían el espectáculo de la clase de ricos que pretendieron destruir y las clases de «empresarios» floreciendo bajo el sistema que ellos habían establecido.

Sus ideales del reparto, del «nuevo» empresariado nacional, de su economía mixta, aviesa al libre mercado, han preparado el camino hacia una suerte de fascismo empresarial. Crearon el peor tipo de depredador, el empresario que llegó por la fuerza, el tipo que no tiene alternativas dentro del capitalismo, pero está ahí para sacar partido de los autodeno- minados «defensores del pueblo».

El creador del Estado de Bienestar, el hombre que puso en práctica la noción de comprar lealtad de algunos grupos con dinero extorsionado de otros, fue Bismarck, el predecesor político de Hitler.

Como todos saben, el título completo del Partido Nazi fue: Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores de Alemania. En uno de los extractos del programa político de ese partido, adoptado en Múnich el 24 de febrero de 1920, dice: «Pedimos que el gobierno emprenda por encima de todo la obligación de proveer a los ciudadanos con una oportunidad adecuada de empleo y de ganarse la vida. No debe permitirse que las actividades del ciudadano choque con los intereses de la comunidad, deben acontecer dentro de sus límites y deben ser para el bien de todos. Por consiguiente, aconsejamos poner fin a los intereses del poder econó mico». Sin comentarios.

El estatismo populista -sea de derecha o de izquierda- gira en torno a tres fórmulas: la primacía de la «voluntad del pueblo», una relación directa entre el burócrata y la gente y el antagonismo entre lo nacional y lo extranjero, particularmente en el plano económico. Por otra parte, manifiesta continuamente una retórica antielitista, que mitifica, y exalta al pueblo (Vallespín, 1991, p. 433).

Esta es la concepción de un Estado que sustituye a Dios, con la diferencia de que en teología se nos enseña que Dios ha dado al hombre libre albedrío. El Estado en cambio se lo quita. El Estado, alentado por el Pacto de Punto Fijo, podía vender tractores, humo, chatarra, tener canales de televisión, bancos, playas, supermercados. El Estado, como pensaba, Hegel era «todo» para la socialdemocracia venezolana.

El primer recuerdo que tengo de niño es correr, huir, jadear. En la populosa barriada donde nací, vivíamos en una permanente lucha, jugando al cazador y la liebre, porque una de las decisiones de los demócratas, había sido el reclutamiento. Cuando yo escuchaba «la recluta», corría, huía, saltaba cercas y ventanas. De todas las violaciones estales impuestas en Venezuela de los derechos individuales, el reclutamiento para el servicio militar era la peor.

Todos los partidos socialdemócratas de mi país -e incluso el partido socialcristiano- dedican energía a criticar el libre mercado. Reclaman una intervención oficial para que exista «justicia social», para ello ponen como ejemplo el socialismo de Bachelet en Chile como alternativa a eso que ellos alegremente llaman «capitalismo salvaje», como si habláramos del chupacabras.

El término «justicia social», algo así como repartir el botín, aún cuan- do no se sepa cómo llenar nuevamente el arca, es una invención de los socialistas fabianos en el siglo XIX. Respecto a Chile, cualquier lector con algo de curiosidad, sabe que no fue el socialismo light de Bachelet el que disparó la economía chilena, sino el gobierno de Augusto Pino- chet, impulsando la economía de libre mercado. El que fue implantando en contra de los mismos militares quienes reclamaban una economía estatista. Sin embargo, Pinochet tuvo el suficiente coraje para entregar la dirección a unos chicos recién graduados de la escuela de Chicago, influenciados por Milton Friedman, quienes sentaron las bases de lo que es Chile hoy día. Sustentada en el libre comercio. Como es fácil ver, es una enorme mentira que en Venezuela reinó el capitalismo desde la independencia. Venezuela ha dirigido su economía por el Estado desde la cuna hasta el sepulcro que la condujo el chavismo.

Ahora nos toca a nosotros, aún hay tiempo, el trabajo de resucitarla. Ponernos frente al sepulcro como Jesús y decir «Lázaro ¡levántate!».

 


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