El jueves pasado asistí a una función especial de Yesterday, una de las comedias del año. Cuando me preparaba para disfrutar de la película, un grupo irrespetuoso no paró de conversar en voz alta. Pedí silencio en dos ocasiones y fui olímpicamente ignorado.

Al instante cambié de butaca, sentándome en la segunda fila del recinto. Pero de inmediato llegaron otros espectadores tóxicos y mal educados. Hablaban más duro y tampoco respondían a los reclamos de quienes deseábamos ver la cinta en paz.

Acto seguido, emprendí la huida sin posibilidad de ser atendido o escuchado. Primera vez que me ocurre en un preestreno. Perdí el traslado, el viaje, el esfuerzo y el dinero comprado en el combo.

Desde entonces, he estado buscándole una explicación al problema de la falta de modales en los lugares dedicados a la proyección de ofertas audiovisuales de la cartelera. Innumerables amigos de las redes sociales confiaron haber vivido experiencias muy similares, como padecer del martirio de aspirantes a locutores y traductores de guiones en vivo.

Por igual abundan quienes mantienen encendidos sus teléfonos móviles, alumbrando con sus pantallas a espectadores que quieren concentrarse en descubrir el plot de la historia que se cuenta en imagen. No faltan las personas afectadas por el síndrome del déficit de atención, que tienen complejos de críticos de Youtube que exclaman sus reacciones destempladas, a toda voz, forzando una complicidad en el abuso.

Parece que la cultura del escándalo, de la bulla, de la gritadera de los influencers, de la playa, de los partidos de beisbol, de las ferias de comida rápida, ha terminado permeando los diversos espacios de exhibición de las artes y los entretenimientos.

Los colegas aseguran que el síndrome Netflix, de estimular las interacciones caseras, ha degenerado en un conflicto, de baja intensidad, entre espectadores de rutinas tradicionales y asistentes que desconocen las reglas del buen oyente. Existe la teoría de encontrar una explicación en el declive de la comunicación social, de los intercambios personales, como producto del colapso y el trastorno de los valores democráticos.

De seguro influye la polarización, el clima de guerra civil no declarada, el ambiente crispado que provoca el choque político alentado desde el sector chavista, con su pretensión de normalizar la agresión y la violación de derechos humanos.

El gen arrogante, que arraigó en la identidad criolla, ha ido creciendo de manera exponencial, al margen del origen social. Así que el pobre llega a naturalizar el desprecio por el espacio del otro, así como el niño mimado siente que el mundo debe responder a su concepción despótica y egocéntrica del entorno urbano.

El asunto da para interpretaciones de diversa índole: antropológicas, psicológicas, hasta gerenciales y administrativas, pues los organizadores de los eventos son culpables de permitir y consentir la descortesía en sus centros de esparcimiento.

Como correctivos, antes de esperar por una solución mágica o mesiánica de algún Estado forajido, los ciudadanos tienen que velar por el cumplimiento de unas mínimas normas de convivencia, para que usted no sea la próxima víctima de una pandilla de inadaptados, de matones, en su cine de confianza.

El futuro del negocio de la exhibición está en juego, en una de sus encrucijadas.  Propongo generar una campaña institucional que rescate, con empatía y creatividad, la esencia de compartir en una sala oscura.


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