Aprendí a amar la historia desde muy temprano. Mi padre solía decir: El que no sabe de dónde viene está más perdido que el hijo de Lindbergh, puedes terminar en cualquier sitio menos donde te corresponde, por eso es que la historia es una necesidad. Más adelante, al comenzar los estudios de secundaria me tropecé con tres profesores que me hicieron ver esa disciplina con fascinación. En segundo año, la primera vez que lo

cursé, me tropecé con el profesor Camargo, del cual lamento no recordar su nombre de pila, quien entraba a clases en el caluroso Liceo José María España, en Macuto, estado Vargas, vestido de traje gris, camisa almidonada y corbata negra. Él entraba con una linterna en la mano, y aquella panda de muchachos sudorosos, escandalosos y con absoluta necesidad de ser desasnados, solíamos aumentar nuestro alboroto. Camargo, impenitentemente, nos decía: “La historia es como esta linterna, es la luz que necesitamos para alumbrar el camino”. He de confesar que ninguno entendíamos sus palabras. Todos estábamos convencidos de su locura incipiente. Sin embargo, aprendí a ver su materia como un ente divertido.

Al año siguiente, cuando debí repetir el año, tropecé en las aulas de Jesús Obrero, en la Calle Real de Los Flores de Catia, de mi Caracas natal, con Jesús María Azkargorta, y al año siguiente con Leonardo Carvajal, quien por aquellos días acababa de dejar las filas de la Compañía de Jesús. Ambos me transmitieron su pasión por sus materias. Varios años más tarde la vida me puso en el camino, de la mano de su inseparable Raquel Cohén, a Daniel de Barandiarán. Si con los primeramente citados había aprendido a respetar y hacer mía la disciplina, con él supe adentrarme en la pasión y fascinación por el pasado, y su impacto en hoy y mañana.

Llevo largo tiempo reflexionando sobre la escasa gracia con la que ella es vista por la mayoría de la gente, y debo decir que ese desplante se ha extendido de manera aparentemente inmarcesible urbi et orbi. Al punto que he escuchado a algunos de sus propios estudiosos expresarse de manera despectiva respecto a ella. Punto aparte merecen las apropiaciones, y consiguiente manipulación, que de sus relaciones se han hecho a lo largo del tiempo. Todo aquel que logra ganar un espacio, trapisondas mediante, en los ámbitos de poder se dedica a establecer su propia épica. Es decir establecen falacias argumentales que pretenden convertir en historia. En Venezuela es una práctica de vieja data, pero tal vez la que más nos ha afectado, en cuanto a su impacto en nuestro devenir es la llamada estirpe de los tres Guzmán. Este linaje que fue creación del segundo de ellos, Antonio Leocadio es un ejemplo de manual.  Él era hijo de Antonio de Mata Guzmán y Palacio, un andaluz llegado a Caracas en abril de 1799, y Águeda Josefa García Mujica, quien vendía golosinas a los soldados del ejército español, quienes le habían apodado “la Tiñosa” por sus abundantes pecas.  Antes de que algún doliente en retroactivo aparezca, aclaro que no estoy más que asentando hechos que ya otros, con más enjundia que yo, han documentado.

Este primer Antonio participó en algunos episodios de los orígenes de nuestra república, estuvo en relación con Francisco de Miranda y Simón Bolívar, lo cual fue aprovechado por su vástago mayor para enaltecer sus orígenes. Digo que, no teniendo él blasones de los cuales presumir, ante una Venezuela que pese a la independencia del reino español, mantenía incólume una estructura de poder en la que los blancos, criollos pero blancos a fin de cuentas, eran los que determinaban cómo se batía el chocolate, y quién era el que lo podía beber, se dedicó a crear su propia gesta. Él no tenía un lugar en aquella aldea con pretensiones de ciudad que era, y de algún modo sigue siendo, Caracas. Es natural que él escarbara en su ayer para reacomodar los hechos para conseguir un escaño que de algún modo lo equiparara con sus vecinos.  No es difícil imaginar lo duro que le debe haber resultado la vida en aquella comarca de status patológico, donde deben haber sido frecuentes los recordatorios de que era hijo de un oficial español y una vendedora de dulces, tiempo en que los muy insoportables caraqueños le debían recordar a menudo su estirpe no-mantuana.

Él, que había sido formado en España, llega a su aldea natal y se involucra en las labores de la naciente Nueva Granada, trabaja al lado del propio Bolívar, quien le encarga varias misiones, y pronto se dedica a ir labrando la que será su propia huella: la creación de distintos pasquines, publicaciones con pretensiones de periódicos, con las que va articulando una estructura política propia. Es necesario decir que Antonio Leocadio Guzmán se adelantó en más de medio siglo a Lenin, quien conformó el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia a través del periódico Iskra; nuestro bolchevique tropical creó El Venezolano, y por medio de las corresponsalías de aquellos tiempos estructuró el Partido Liberal.

Sería un despropósito no recordar que previo a ese medio, él creó toda una serie de publicaciones que fueron las que le dieron su propio espacio en aquellos escenarios de revueltas, ajustes y reacomodos. Antonio Leocadio Guzmán, al fundar en 1825 su periódico El Argos, inoculó al venezolano el populismo. Sus diatribas contra todo el orden secular que, pese a la guerra civil de independencia, se mantenía vigoroso nos marcaron, yo diría que tanto para mal como para bien, y modificaron las relaciones de poder que pautaban nuestras estructuras sociales. Años más tarde su hijo, al que muchos han tratado de barnizar como un “autócrata Ilustrado”, utilizó la figura de su padre y sus vínculos con el nacimiento republicano para reescribir, término que tanto le gusta a los progresistas, nuestros orígenes, al punto que, el 1º de mayo de 1873, decreto mediante: “Declara al ciudadano Antonio Leocadio Guzmán Ilustre Prócer de la Independencia Suramericana.”

Hay numerosos textos que abordan en profundidad los aportes y los costes de los Guzmán, doy estas breves pinceladas, porque no deja de sorprenderme cómo han prevalecido sus esquemas hasta nuestros días. ¿Qué diferencia hay entre esos manejos y los iniciados por el comandante eterno cuando se empeñó en reescribir nuestra historia? ¿Acaso no les dice nada la exaltación de su descendencia de Maisanta? ¿No estamos ante una manifestación, ya de siglos, de una hambrienta necesidad de prestigio, solera y tronío al costo que sea?  Necesitamos mantener encendidas las linternas que el profesor Camargo usaba cuando entraba al aula. Es necesario hacer que Venezuela nos duela y amemos con la misma pasión que lo supo hacer Daniel de Barandiarán. Hoy, como nunca, es necesaria la enseñanza de nuestra historia, no de reescribirla, no de buscar borrar lo que no se puede, su condición indeleble no permite esos garabatos altisonantes con que tratan de marear nuestra atención. A fin de cuentas, la perspicaz sabiduría popular bien lo expresa con aquello de: Deseos no empreñan.

© Alfredo Cedeño

http://textosyfotos.blogspot.com/

[email protected]

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!