En el mundo entero pareciese que la democracia liberal tiende a desaparecer, al menos a mermarse. Hasta en la Unión Europea que calificó de «jardín» su canciller, aludiendo –supongo– a sus buenos modales políticos, democráticos. Por esos lados el enemigo mayor se suele llamar ultraderecha o simplemente fascismo. Y bien ese fantasma ya se corporizó en Italia, Finlandia, Polonia, Hungría, amenazó con ser socio menor del poder en España –espero que solo haya sido una amenaza en un interminable filme de suspenso– y es, sí, una amenaza real, muy real, en Francia, la madre revolucionaria de la modernidad; y más lejana pero también real en la mismísima Alemania –la de Hitler y los hornos– donde el gobierno actual ha llegado a niveles paupérrimos en las encuestas –y son tres partidos muy decentes, del jardín– y asciende la fascista y delincuencial Alianza por Alemania, que ya ha superado al partido socialdemócrata, de secular y noble tradición.

Habría una categoría que se podría dejar para la gloria de grandes monstruos presentes, nucleares, como Trump, que fue el hombre más importante del planeta por un período presidencial y amenaza con competir a patadas por otro, después de defecar sobre la institucionalidad norteamericana –que la hay– con el apoyo de decenas de millones de compatriotas. Y, por supuesto, Putin, malparido que masacra un país hermoso y bravío, y tiene entre otras aficiones, la de envenenador asiduo. China es el control y la uniformidad, a lo mejor el futuro.

Dejemos de lado los países del tercer mundo. Solo muy ocasionalmente han sido jardines. África, para comenzar, donde los militares se sustituyen después de decenios o a los pocos meses de gobierno, tratando de emerger sin salida de su pasado colonial devastador. América Latina y su Nicaragua, Venezuela y Cuba, dictaduras bananeras, y sus muy sui generis democracias incipientes y a menudo corruptas. O el infierno de las mujeres afganas y otros países islámicos, víctimas del Corán mal leído. O el próspero Israel increíblemente retrógrado y reaccionario después del Holocausto. Pero basta con estos ejemplares, hay más.

¿Qué explica este desprecio viejo y nuevo del jardín, de la democracia centenaria y hasta milenaria, este mundo oscuro? Yo me atrevería a sugerir algunas hipótesis.

La más simple, en los países pobres, la gran mayoría, la mueve el hambre y la incultura. Se trata de comer primero y si la democracia no sirve para dar remedio a los hijos, se adopta cualquier mesías, con botas o sin botas. Pero, y he aquí lo novedoso, en los países en desarrollo o desarrollados las desigualdades crecen y crecen y el relativo acceso a los bienes de consumo se convierte en pobreza, en deseos no saciados que fomenta la misma sociedad que se los niega y a la vez se los “mete por los ojos”, la omnipresente y multiforme publicidad, el aire que respiran. Es la creciente desigualdad que fomenta el individualismo, la lucha de todos contra todos, el olvido de toda idea e imperativo moral a la hora, por ejemplo, de elegir el mago de turno, así sea el loco de Milei de los argentinos, carajo, que se las traen.


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