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EFE/ Johnny Parra

Tras siete años de recesión económica y cuatro de hiperinflación, el régimen dictatorial de Nicolás Maduro decidió poner a un lado o relajar políticas “dogmáticas” de Hugo Chávez, como los controles de precios y del sistema cambiario, y abrió paso a una dolarización de facto o informal. Hay corrupción y desinversión en la industria petrolera, con una producción de crudo que oscila alrededor de 700.000 barriles por día. Puso en venta acciones de empresas públicas, marcando distancias de políticas estatizantes, y redujo el subsidio a la gasolina. Son los llamados “pragmatismos” de Maduro  -en su intento de “resistir” las sanciones que confronta- que han sido objeto de críticas de sectores del chavismo.

Desde que asumió el poder en 2013, Maduro ha causado en manifestaciones callejeras más de 200 muertos que lleva y pesan sobre sus hombros, y está sometido a una investigación de la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad (“Nicolás, te esperan en La Haya”, le advirtió Adolfo P. Salgueiro, en artículo publicado en El Nacional del día 4 de este mes); y la ONG Foro Penal asegura que “la violación de los derechos humanos ha sido más frecuente que con Chávez”.

Pienso que el chavismo es una mixtura de pragmatismo con ausencia de una caracterización ideológica definida. ¿Es una autocracia que se viste con añoranzas épicas? ¿Una dictadura clásica con predominancia militar o es una neo-dictadura que efectúa elecciones, pero las pervierte? ¿Un despotismo que avanza hacia el totalitarismo y oficia un culto personalista cuasi religioso a su líder fallecido? ¿O, como dicen muchos, un remedo del castrocomunismo? No olvidemos que, al comienzo, el chavismo se definió a sí mismo como “un árbol de tres raíces”, que se nutría con las ideas de Simón Bolívar, Simón Rodríquez y Ezequiel Zamora, en un dislocado y extraño sincretismo en el que como menestrón con olor a oxímoron se mezclan ideas inensamblables; posteriormente fue asesorado por el sociólogo neonazi Norberto Ceresole que postulaba, en sustitución de la democracia, una “posdemocracia” de poder concentrado en la troika “caudillo, ejército, pueblo”; de súbito se inclinó por “la tercera vía” entre el capitalismo y el comunismo ; luego se declaró “marxista” el 15 de enero de 2010 (a pesar de que su ductor, Chávez, antes había confesado  que “de forma superficial” había leído “elementos” del marxismo y, por tanto, no era marxista (véase Habla el comandante, de Agustín Blanco Muñoz, página 398); y finalmente, el chavismo se proclamó como “socialismo del siglo XXI”, denominación en uso, siguiendo al teórico alemán Heinz Dieterich. Como se ve, todo un variado e indigesto menú ideológico.

Yo siempre he creído que Chávez y su movimiento, al igual que su sucesor, no han profesado realmente ninguna ideología. Postulan una falsa posición doctrinaria según las exigencias del momento. No pueden estar inspirados en las ideas de Bolívar porque han entregado la soberanía nacional a Cuba, tampoco representan la neodictadura porque ultrajan las apariencias de la formalidad electoral, y, antes que marxistas, son sólo la caricatura de un capitalismo de Estado a la usanza de la antigua Unión Soviética y de la Cuba actual. La falencia ideológica se complementa con el pragmatismo de no soltar el poder y amasar riquezas. A los chavomaduristas, que no tienen principios, para nada les importa el Estado de Derecho, se burlan a diario de la Constitución y escarnecen fraudulentamente la voluntad popular.

En su orfandad ideológica, el chavomadurismo se quedó en la orilla de la historia, preguntándose a sí mismo qué es. Y se quedó sin respuesta.


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