Hoy se celebra, por lo menos en buena parte de Occidente, el Día de San Valentín. A pesar de sus connotaciones contemporáneas, sus orígenes para nada se asocian a los enamorados o la amistad en su más prístina esencia. Como culto del primigenio cristianismo, san Valentín es el ejemplo de las buenas obras y de los más preclaros sentimientos. Sin embargo, tras la Edad Media, leyendas de amoríos épicos rodearon al santo atribuyéndole las cualidades que hasta nuestros días parece indicar: pureza de sentimientos y fraternidad ilimitada. Esta naturaleza ha quedado prendida en casi todos los relatos, construyendo una suerte de concepto idealizado de amor, amistad y enamoramiento. Confieso que no tengo nada en contra de esta matriz. Tampoco busco enlodar unas prácticas, que, paradójicamente, la sociedad de lo fugaz y lo banal, las ha vuelto una extraña tradición. Nos interesa mucho, a los fines de responder la pregunta que titula el presente artículo, precisar esa Jauja afásica que a casi todos nos arropa sobre el mito de la sociedad única y fraterna, sin conflictos ni desencuentros. Sin blancos y oscuros. Sin distinciones ni ideas que reafirman la individualidad para no decir individualismo.

Cuando se celebra un día especial para las prácticas del amor en su más sublime propiedad, es importante pensar ¿qué ocurre en los días que no son San Valentín? Es decir, qué pasa en el resto del año donde no hay elogios ni consideraciones especiales para los seres queridos. Pareciera que, lo que queda de los 364 días, se asiste a la más de las enconadas batallas por la vida, al odio y Tánatos. Luce como un reinado permanente de Eris, que por mucho que Hesíodo se encargara de edulcorarla, siempre fue la hija de la noche. En fin, un mundo oscuro y de peleas que encuentra una suerte de oasis cada 14 de febrero. Este relato, a pesar de que en muchas latitudes geográficas es una penosa realidad, no explica otros factores importantes para entender cómo vivir en tiempos donde la turbulencia es la regla característica sin caer en la acidia o exasperación como respuesta. Nuestro tiempo no es el más oscuro de la historia, y a pesar de que muchos hijos del desastre así lo decreten, distamos mucho de momentos realmente difíciles para la humanidad acaecidos el pasado.

Siendo contestes, en el caso venezolano, se ha insertado un dejo sibilino de pensamiento totalitario que va más allá de la dialéctica chavismo/antichavismo. Un concepto que los más jóvenes han asimilado, donde, se idealiza un futuro donde no existan conflictos ni discordias y donde “todos”, sin excepción, disfruten de un estado de las cosas donde la felicidad y la paz es el componente abundante. Una Venezuela que prospere y siga la línea de una sola forma del pensar, donde esa “alegría” se transforme en la práctica uniforme de esa idea lamentable que acaricia la mayoría. Invicto domino, ese célico imaginario más que mostrar sus buenas consecuencias o bien es la aproximación a la vida luego de la resurrección, o bien, es una reedición de la gráfica noche del 30 de enero de 1933 cuando en Berlín multitudes apiñadas en las aceras vociferaron -a todo pulmón- la Horst Wessel. Concordando con su Santidad Pío XII “(…) fomentar el abandono de las normas eternas de una doctrina moral objetiva, para la formación  de las conciencias y para el ennoblecimiento de la vida en todos sus planos y ordenamientos, es un atentado criminal contra el porvenir del pueblo, cuyos tristes frutos serán muy amargos para las generaciones futuras (…)” [Carta Encíclica Mit Brennender Sorge, Roma, AAS 39, 1937, 34].

Las sociedades verdaderamente libres se identifican por tres componentes: 1. La autocomprensión de todos sus integrantes sobre la existencia de diferentes formas de pensar. 2. Ningún integrante, por muy fanatizado que se encuentre, está legitimado para acabar con el que piensa diferente. 3. La necesaria presencia de conflictos derivados de las dos anteriores. Un mundo libre y democrático no se asemeja a una república donde todos se encuentren en casa escuchando música de liras y los problemas son inexistentes. Todo lo contrario, las sociedades libres están en constante conflicto por las diferentes visiones que la conforman. Y ese conflicto, tiene sus cauces para resolverlos, sus límites y las iniciativas para transmutarlo. Al pensamiento totalitario precisamente le molesta que exista una disidencia, discrepancias sobre la esencia del Estado o sus funciones; y, desacuerdos en sus más sublimes tópicos como comunidad. Desacuerdos que van desde la forma en que se gestiona la economía hasta los códigos de comunicación.

Históricamente estas realidades, en un originario liberalismo, se concentraron en la lógica analítica. Esta desarmaba cada una de las partes e ideas para así comprenderlas y otorgarles un punto de lenguaje común donde ninguno de los actores fuera capaz de rechazar por incomprensión o incompatibilidad. Esto implicó que tanto tirios como troyanos partieran del concepto común de democracia, economía, Estado, sociedad, libertad, etc., de aquello que es común y minimizar lo que nos separa o divide. Tras la crisis del modelo económico liberal a mediados del siglo XX, la lógica dialéctica fue invadiéndonos en todos los campos y áreas, especialmente en la universidad. Allí se cambió la forma de resolver nuestros problemas. Bajo el esquema hegeliano de la confrontación de ideas -no tanto para hacer triunfar una de las opciones (tesis y antítesis)-, lo sano era el nacimiento de una nueva respuesta (síntesis) que resolvería el problema dado que confluye lo mejor -o lo peor- de las primeras. Con la dialéctica la palabra “consenso” se sobredimensionó, llegando a copar lugares que lógicamente es inaceptable o inapropiado. Lo curioso del asunto, como en una oportunidad lo expliqué, que supuestos liberales o libertarios, propugnan ideas y esquemas de autores como Von Hayek; pero, metodológicamente los materializan a través del pensar dialéctico. En fin, la paradoja es regla porque nunca reparamos en entender que la libertad no es un bien absoluto ni debe pensarse absolutamente, sino que, cumple funciones instrumentales de la cual no puede pretender dispensarse a través de la pistola del consenso.

Frente a las encrucijadas, hay una vía que potencia a todos los actores en juego sin otorgarle a uno en particular protagonismo. Nos referimos al tomista Alasdair Macintyre, quien analizaría durante décadas el problema de las sociedades del desencuentro. Partiendo de que precisamente el desencuentro es obligatorio, el autor de las tres versiones rivales de la ética, apunta hacia el cambio de lógica. Se desecha la analítica y la dialéctica no para destruirlas y lanzarlas al basurero de la historia, sino para otorgarle a cada una de ellas su papel trascendental en momentos donde les corresponde resolver un problema o modelo preciso de la peculiar hagiografía de cada sociedad. A esto se le llama “lógica narrativa”. En este modelo, cada versión (posturas políticas o ideológicas) previamente constituida aporta un capítulo en la redacción de la historia de esa sociedad, sin que ninguna se determine o incline por sí misma el sentido global del texto. Increíblemente, si bien existe una colaboración en la construcción histórica común, ninguna de las versiones conoce exactamente lo que las otras son en sí, obligándose mutuamente al montaje de presunciones prudentes, tendientes a evitar una conflagración que destruya todo el escenario. Cada una conoce el momento donde debe escribir el capítulo de la obra sin el poder de destruir los anteriores ni mucho menos alterarlos. Y en esta tentativa, precisamente, de pretender erigirse como el “cero histórico”, es cuando un modelo comienza su propia decadencia, su propia raíz de muerte.

Aunque es muy temprano para encontrar una solución a nuestros problemas como sociedad, si es necesario comenzar a divulgar el arquetipo que ese mundo “idealista” no es más que un montón de excusas para disfrazar la más de las refinadas ideas totalitarias que empalidecería al propio nazismo o el abyecto materialismo dialéctico. Es necesario buscar el lenguaje narrativo, que no deseche al que piensa diferente a nosotros, sino que, lo obligue a organizarse para conseguir el poder y se le desaloje cuando pretenda abrazar la hegemonía. Este nivel conceptual es la clave. Proponer otra cosa, para que nadie cambie, sino el color de quienes gobiernan actualmente, será un mero contubernio de fanáticos o aficionados que saldrán extremadamente costosos a todos lo que vivimos en esta República.


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