Reducir la pobreza es la eterna meta de los gobiernos en América Latina, pero para combatirla siguen apelando a la misma medida que se ha empleado desde el siglo XX: otorgar subsidios a los sectores más desfavorecidos. Luego de décadas de ello, es claro que la pobreza no ha desaparecido y los gobiernos no terminan de pensar que la solución debe ir por otro camino.

Los subsidios, que se traducen en dinero otorgado directamente a las personas, tienen el objetivo central de atacar la pobreza de ingresos, es decir, la llamada pobreza coyuntural. Esto significa paliar la inmediata falta de dinero que pueden sufrir muchas familias, pero no significa escarbar más allá de ese rasgo superficial.

Se puede dar dinero a una familia que esté en una situación vulnerable, y esto tal vez le permitirá resolver en el corto plazo sus necesidades básicas, sin solucionarse el problema de fondo. Todo lo contrario, se puede terminar creando dependencia si ese subsidio se hace permanente.

Aquí se halla la raíz del problema. Los gobiernos disparan su gasto público en subsidios, pero son subsidios que se quedan en el nivel superficial de la pobreza. No se resuelven con ellos las condiciones que originan esa situación; es decir, no se combate la pobreza estructural, que es la que impide que los ciudadanos progresen realmente.

La precaria situación de acceso a una educación de calidad, a un sistema de salud que dé garantías, a servicios públicos que funcionen adecuadamente, a sistemas de transporte urbano que faciliten la movilidad, a condiciones de seguridad sanitaria y la falta de acceso al crédito son problemas que no se solucionan, para el pesar de los gobiernos, con el otorgamiento directo de una renta básica mensual.

Todas estas son muestras de las coyunturas que azotan a muchos ciudadanos en su vida diaria, y son las raíces que deberían ser atendidas si se quiere erradicar la pobreza de una vez por todas. Claro está, ello no significa que deba ser el Estado el que invierta en todas esas áreas, porque con esto solo dispararía aún más su gasto, generaría inflación y no prestaría servicios tan eficientes.

Lo más idóneo, que de hecho es la fórmula del éxito en muchos países, es permitir que sean los particulares (el mercado) quienes presten servicios encaminados a resolver esos problemas, y otorgarles facilidades de inversión y de exención de impuestos, para que puedan abaratar sus costos finales. Ello significaría, además, la generación de nuevos empleos que podrían incorporar a cientos de familias.

Resolver las condiciones estructurales que generan la pobreza es, de hecho, algo que no se puede atacar con subsidios como pretenden los gobiernos, pero es mucho más capitalizable otorgarlos para que la gente tenga algo de dinero y que con ello aumente su consumo, así sea a corto plazo.

Todo esto se ha visto también dinamitado y exacerbado por la pandemia, que hizo aumentar la pobreza a los mayores niveles de los últimos años. De hecho, los sectores en condición de pobreza sumaron aproximadamente 22 millones de personas a lo largo de la región nada más en 2020, de los cuales alrededor de 8 millones cayeron directamente en pobreza extrema, según un informe de la Cepal.

Eso sin contar los que se pudieron sumar durante el primer semestre de 2021, para cuya medición seguramente haya que esperar todavía. Pero en una región con un estimado de más de 209 millones de personas en condición de pobreza, con más de 78 millones en pobreza extrema, los subsidios no parecen ser ya la panacea, y muestra de ello es que los gobiernos tampoco tienen ya el margen presupuestario para seguir otorgando rentas universales.

Si se quiere erradicar de una vez por todas la pobreza, es necesario entonces pensar en generar riqueza, pero para ello se deben podar los problemas estructurales que impiden que las personas progresen. Y ello también implica reducir el peso intervencionista del Estado y darle rienda suelta a la libre iniciativa emprendedora de las personas.

@anderson2_0


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