No hay nada más nocivo y peligroso en el mundo actual que el discurso que sataniza la desigualdad como si se tratara de un antivalor. Quienes promueven esta visión de la humanidad indirectamente te están queriendo decir que está mal pensar por ti mismo, progresar, trabajar, educarte, generar riqueza, te incitan a que te mantengas a raya con tu vecino, y el vecino de tu vecino, a no deslumbrar ni esforzarte, para en definitiva construir la sociedad más igualitaria de todas.

El afán igualitarista trata a los seres humanos como ratas de laboratorio, todos deben tener su pelaje blanco y correr a la misma hora en la ruedita de la vida, mientras espera el alimento de sus amos —el gobierno—, y aguarda a la noche para dormir.

Cuando te dicen que la desigualdad es mala te están diciendo que tu individualidad es un pecado, que tus pensamientos están prohibidos, y de a poco, en realidad lo que hacen es asesinar tus libertades, tu derecho sagrado de fungir como individuo en tu propia vida.

No es una exageración afirmar que la igualdad absoluta destruiría la raza humana, la Unión Soviética y China son ejemplo de cómo el fin igualitarista del socialismo-comunismo asesinó a unos cien millones de personas en el siglo pasado, y los venezolanos también vivimos en carne propia lo que el afán del igualitarismo hizo con nuestro país.

Sin el derecho a ser desiguales, a pensar por nuestra propia cuenta, a actuar y ejercer nuestra plena libertad económica, no hubiésemos conocido jamás los grandes inventos de la humanidad, desde la rueda al computador, desde las imprentas al Internet, y toda la tecnología que hoy ha hecho posible que miles de millones de seres humanos vivan por encima de la línea de pobreza, tengan una nevera llena de alimentos, electricidad y agua potable en sus hogares.

Justamente en las sociedades donde la desigualdad se sabe apreciar es donde han surgido las mejores ideas y tecnologías de la era moderna, allí donde se impulsa la competencia y la preparación individual es donde han florecido todos los inventos que hacen nuestras vidas mejores; en realidad no hay absolutamente nada plausible en “querer ser iguales”.

La igualdad no solo es materialmente imposible, debería ser un crimen profesarla, pues el camino a la “igualdad” es en realidad una autopista para la represión, un vehículo para extinguir la especie humana. ¿Se imaginan qué sería del mundo hoy si en su momento hubiesen reprimido a los inventores de la rueda por crear algo sobresaliente? ¿Qué sería de la humanidad si hubiesen castigado y eliminado a los Leonardo Da Vinci, Johannes Gutenberg, Nikola Tesla, Albert Einstein, por pensar diferente?

Recientemente leí la fantástica historia de Jan Ernst Matzeliger gracias a mi amigo Lawrence Reed; este hombre nacido en Suriname, hijo de esclavos, escapó a Estados Unidos en búsqueda de libertad y revolucionó por completo la industria de calzado, pues creó la máquina que se encargaría de anexar las suelas de los zapatos en cantidades industriales, invento que permitió que la producción de calzado se disparara y millones de personas pudieran comprar zapatos a un precio mucho menor. Su invento no solo le trajo grandes beneficios económicos, sino que también benefició a un gran número de seres humanos que por entonces no podía permitirse costear un par de zapatos.

Si en el afán totalitario de la igualdad se hubiesen censurado las ideas de cualquiera de estos personajes históricos, y muchos otros más, los seres humanos probablemente todavía estaríamos durmiendo en cavernas y muriendo por resfriados a los 25 años de edad.

En la actualidad los políticos, en su mayoría de tendencia ideológica izquierdista, con su afán colectivista y de dominar por completo las vidas de los ciudadanos, han hecho del discurso igualitarista algo heroico, se aprovechan de las mentes menos desarrolladas para venderles profecías que divide al mundo entre quienes tienen y quienes no, entre blancos, negros, latinos, y asiáticos, entre oprimidos y opresores, y hacen de la segregación su vehículo para impulsar agendas de “redistribución de riqueza”.

Cada acción empleada con el propósito de “igualar” no solo está asesinando las libertades de alguien más, sino que a su vez está propiciando un sistema social y económico cuyo único fin puede ser el de la miseria, el hambre, y la explotación por parte de quienes dicen ser los defensores de la “igualdad”.

El mundo no necesita más igualdad, necesita todo lo contrario, más desigualdad, más iniciativa propia, más respeto por las libertades humanas, menos intervención de los gobiernos en las vidas de los privados; nuestras sociedades se benefician y nutren de la competencia, solo la misma es capaz de incentivar el progreso en todos los campos de la vida humana: en el deporte, las artes, la educación, los negocios; sin desigualdad ni competencia no tenemos emprendimientos, y sin emprendimientos, ni emprendedores, la calidad de nuestras vidas sería mucho más miserable.

La única igualdad, como tantas veces se ha repetido, debe ser ante la ley, y las leyes tampoco pueden ser vehículos para que los seres humanos reciban tratos discriminatorios por parte de los gobiernos; cada ley que privilegia a un grupo social, racial o económico, por encima de otro, está cometiendo un acto de injusticia.

No hay nada loable en crear sociedades donde no exista el derecho a disentir, no hay nada heroico en castigar a quienes producen trabajo, innovación y riqueza. Empecemos a llamar las cosas por su nombre, los promotores de igualdad son realmente asesinos de la libertad humana, y a su vez, potenciales genocidas en serie, pues sus “nobles” acciones, las ejecuten con buena o mala intención, siempre terminan ocasionando hambrunas, enfermedad, miseria y muerte.

Sobre el totalitarismo de la igualdad escribí mi más reciente novela El decálogo del hombre igualitario, quienes deseen leerla puedan encontrarla en el siguiente enlace.

Twitter: @emmarincon

Instagram: @emmanuelrincon_

 

 

 

 

 

 

 

 


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