¿Los empresarios exitosos son héroes o villanos? En los relatos de ficción, se pueden encontrar infinidad de ejemplos de cada uno de ellos, desde el miserable Ebenezer Scrooge de Charles Dickens hasta John Galt, el empresario individualista resistente de Ayn Rand. En El gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, Tom Buchanan representa el viejo dinero privilegiado, con su crueldad y su falta de empatía, mientras que Jay Gatsby es un millonario hecho a sí mismo que no escatima en sentimentalismo e idealismo.

Se pueden encontrar las mismas distinciones en las descripciones de los empresarios que se hacen desde las ciencias sociales. Joseph Schumpeter y sus seguidores veían a los empresarios como los motores del crecimiento, las figuras heroicas que aportaban “vendavales de destrucción creativa”. La situación de la clase trabajadora en Inglaterra de Frederick Engels, en cambio, acumulaba desdén por los industriales británicos que empujaban a sus trabajadores, no a la pobreza, sino a condiciones de trabajo y de vida inhumanas. Pero más tarde, él y Karl Marx hicieron de los dos roles una parte esencial de su teoría del capitalismo: los empresarios despiadados explotan a los trabajadores, pero también generan innovación y crecimiento transformando, en definitiva, a la sociedad.

Estos retratos enfrentados reflejan las opiniones complejas que tiene la sociedad de las empresas. Obviamente, sería ingenuo esperar que todos los empresarios sean héroes o villanos. Al igual que la mayoría de nosotros, muchas veces son ambas cosas.

Muchos nombres que ahora asociamos con la filantropía o con la educación superior originariamente pertenecían a los capitalistas sin escrúpulos de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Magnates industriales como John D. Rockefeller, Andrew Carnegie y Cornelius Vanderbilt no mostraban ningún reparo a la hora de intimidar y comprar rivales a fin de monopolizar sus respectivos mercados y aumentar los precios. También eran manifiestamente brutales –y a veces sanguinarios- con cualquier trabajador que tuviera la temeridad de reclamar un salario más alto o mejores condiciones.

Leland Stanford, el fundador de la Universidad de Stanford, probablemente era aún peor. Él y sus socios no sólo monopolizaron la industria de la construcción de ferrocarriles en la costa del Pacífico, sino que también pergeñaron un plan para que los contribuyentes norteamericanos pagaran por eso. Stanford también explotaba salvajemente a los trabajadores migrantes, especialmente a los chinos, que trabajaban en condiciones tan duras, y por una paga tan baja, que hacía que muy pocos norteamericanos quisieran trabajar para él.

Stanford luego saltó a la política para consolidar sus ganancias y beneficiarse aún más a expensas de los contribuyentes. Obligó a la legislatura estatal y a los gobiernos municipales de California a emitir bonos que generaban más dinero público para sus ferrocarriles. Y como gobernador del estado, organizó incursiones asesinas contra las poblaciones nativas y fomentó el odio contra los propios chinos que habían sido tan cruciales para su éxito.

Hoy en día, el mito de los empresarios heroicos ya no tiene tanta vigencia. Johnson & Johnson, alguna vez elogiada por sus retiros proactivos de productos para proteger a los consumidores, está apelando a una maniobra legal dudosa (los “dos pasos de Texas” o la “fusión divisional”) para evitar pagar los daños ocasionados por su marketing y ventas de talco en polvo contaminado. Las grandes empresas petroleras, después de décadas de negar y sembrar desinformación sobre el cambio climático, ahora dicen estar comprometidas con el activismo ambiental. Pero nadie se cree esa artimaña.

Y luego, por supuesto, está la industria tecnológica, donde muchos empresarios dieron sus primeros pasos como personas idealistas de otro campo que prometían convertir al mundo en un lugar mejor. El lema de Google era “No seas malvado”. Pero ahora las “grandes tecnológicas” son sinónimo de dominación de mercado, manipulación de los consumidores, evasión impositiva y otros abusos. (En 2018, Google eliminó su lema del prefacio de su Código de Conducta).

Durante años, los mayores jugadores del sector han venido comprando o simplemente copiando productos de los nuevos participantes para reforzar su propio dominio. Un ejemplo revelador es la compra de Instagram, en 2012, y de WhatsApp, en 2014, por parte de Facebook. Documentos internos desde entonces han demostrado que estas compras estuvieron motivadas por el deseo de los altos ejecutivos de neutralizar a los potenciales competidores.

Aún más cuestionables son las “adquisiciones asesinas”: una empresa compra una nueva tecnología con el pretexto de integrarla a su propio ecosistema, sólo para desmantelarla por completo. Estos métodos monopólicos se producen a la par de otras tácticas ensayadas y comprobadas, como empaquetar productos para impedir que los usuarios se cambien a servicios rivales, como hizo Microsoft para acabar con Netscape, y como ha hecho Apple con su ecosistema iOS.

Por último, pero no menos importante, las grandes tecnológicas se han beneficiado enormemente con la recopilación desenfrenada de datos, que permite que un jugador dominante sepa mucho más sobre los consumidores que los potenciales competidores, y erija barreras formidables para ingresar al mercado. El resultado no es sólo una concentración de mercado sino también la manipulación masiva de los usuarios, a veces a través de ofertas de productos engañosas y muchas más veces mediante avisos digitales.

Afortunadamente, las empresas no tienen una suerte de tendencia incorregible a actuar mal. Desde los industriales de fin de siglo hasta los malos actores corporativos de hoy, el denominador común ha sido un sistema que carece de los controles apropiados contra el abuso. Si queremos un mejor comportamiento y una mejor innovación por parte de las empresas, necesitamos garantizar el contexto institucional apropiado y el tipo correcto de regulación.

Junto con James A. Robinson hemos intentado enfatizar este punto en Why Nations Fail, cuando comparamos a Bill Gates y al magnate de las telecomunicaciones mexicano Carlos Slim. Ambos hombres, decíamos, tenían un interés en ganar mucho dinero con todos los medios que tuvieran a su alcance; pero Slim tuvo un comportamiento mucho peor que el de Gates, debido a las diferencias entre los regímenes legales y regulatorios mexicanos y norteamericanos.

En retrospectiva, ahora pienso que fuimos demasiados generosos con Estados Unidos. Aunque las empresas norteamericanas tenían un mayor incentivo que sus contrapartes mexicanas para innovar, también existían infinidad de maneras en las que podían tener un mal comportamiento. Las oportunidades para explotar el sistema ya se multiplicaban en el momento en que Microsoft se había convertido en una compañía líder, y desde entonces se han vuelto mucho más endémicas, con costos colosales para la economía estadounidense.

La tragedia del comportamiento empresarial villano es que, en gran medida, es evitable. Para crear el equilibrio apropiado de controles e incentivos, debemos desprendernos del mito del empresario heroico y reconocer que los vendavales de destrucción creativa no soplan de manera automática. Sólo con mejores regulaciones e instituciones más fuertes podremos alcanzar la prosperidad y hacer que la gente más poderosa de la sociedad asuma la responsabilidad por su comportamiento.

Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, es coautor (junto con James A. Robinson) de Why Nations Fail: The Origins of Power, Prosperity and Poverty (Profile, 2019) y The Narrow Corridor: States, Societies, and the Fate of Liberty (Penguin, 2020). 

Copyright: Project Syndicate, 2022.

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