Juan BARRETO / AFP

El nuevo presidente Gustavo Petro supo conectar su discurso con los valores históricos de los excluidos. Haberse erigido en el fiel intérprete de las angustias mayoritarias le granjeó un piso político que jamás perdió. La ciudadanía estaba harta de una casta que gobernó durante décadas para proteger sus intereses. La inteligencia para seducir al país que buscaba una alternativa fue su punto neurálgico. Comprender el escenario nacional del resquebrajamiento de unas élites gastadas hizo que su probabilidad, mostrada hace cuatro años, se hiciera una realidad en estos comicios de 2022. El ser la cabeza de las extraordinarias marchas de protesta, que se escenificaron el año pasado, garantizaron que el foco mediático estuviera reflejado en él. Eso le garantizó mantenerse como el gran eje de la atención ciudadana. Su campaña electoral basada en valores profundos terminó por convocar a diferentes fuerzas, no necesariamente progresistas; su discurso fue venciendo la reticencia de diversos sectores que lo asumían como una calamidad. Paulatinamente, el temor que muchos guardaban fue cediendo, como quien termina por ejecutar la última bisagra. La gran exposición en los medios de comunicación hizo que se alzara como el gran agente del cambio necesario; la poca capacidad argumentativa de sus adversarios, que solo manifestaban un odio visceral, así como su pasado guerrillero, un capítulo agotado de hace más treinta años, cuando el movimiento insurrecto M-19 entregó las armas para posteriormente participar en una constituyente. Sus rivales no comprendieron que su discurso estaba supeditado a la arcaica historia que Colombia quería dejar atrás. Regresar el dolor bajo el tímido reflejo de un crucifijo empuñado con la venganza no tenía mayores probabilidades de germinar. Un discurso que excluyó a los jóvenes, que no querían escuchar la misma narrativa, sino de alguien que les hablara de porvenir. Mientras tanto, Gustavo Petro se metió en la Colombia insondable, caminó con el dolor de la gente, escuchó sus angustias, se reunió con pensamientos disímiles para llevarles la confianza necesaria. Estaba persuadido de que el gran enemigo para llegar al poder lo marcaba el temor por su pasado, estaba obligado a mostrar otro ángulo de su realidad que expusiese civilidad. Ya quien hablaba en la plaza pública, no empuñaba un arma, sino que buscaba el favor del sufragio, como único camino para cambiar en democracia. Ese simple hecho rompió con el molde la estrategia contraria. Un capítulo aparte fue la torpeza de su rival en la segunda vuelta, el ingeniero Rodolfo Hernández. El septuagenario creyó que el mandato estaba hecho. Prácticamente rechazó el apoyo de los viejos partidos, a sus líderes les enseñó la puerta en prepotente postura, rehuyó a los debates con obstinada persistencia. Además, sus pocas declaraciones públicas fueron una verdadera catástrofe. Fue tan desacertado en sus agrias posturas que de pronto se le abrieron las costuras de quien carece de conocimiento político.

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