La situación del país es gravísima, próxima al colapso, a que nada funcione. Estamos cosechando los resultados (predecibles y esperables) de dos décadas de desidia, ineficacia, corrupción, despilfarro e indolencia gubernamental; males que el covid-19 no ha hecho más que acelerar y profundizar. La posibilidad de un escenario de caos e ingobernabilidad es cada vez más probable. El régimen está desbordado y sin los recursos humanos ni materiales, y tampoco el equipamiento intelectual para afrontarla con éxito porque persiste en las mismas políticas responsables de la crisis.

Ante tal panorama, se hace más vigente la necesidad de impulsar un proceso de cambio en la dirección del Estado y en las políticas públicas. Al respecto han sido propuestas varias fórmulas: tregua, acuerdo nacional, gobierno de emergencia… Para la materialización de cualquiera de ellas es indispensable la anuencia del chavismo.

En mi criterio, tal anuencia es improbable, en el corto plazo; las señales y acciones del régimen así lo anuncian. No habrá tregua, tampoco acuerdo nacional ni gobierno de emergencia porque el chavismo no está de acuerdo ni lo considera necesario o útil a sus propósitos continuistas.

Considero que hay cuatro razones básicas que llevan al oficialismo usurpador a cerrarse a cualquiera de estas opciones: ideológicas, su lectura del momento político, la ausencia de  incentivos y la dificultad para romper ciertas alianzas clave para su estabilidad.

El chavismo no es un movimiento político democrático –su ideario político ha terminado siendo una mixtura indigesta de castrismo, populismo y militarismo–, su cultura política es la de la imposición, el dominio y el control; por tanto es refractario al diálogo, los acuerdos y negociaciones en los asuntos de ejercicio del poder y de gobierno, negociar y ceder se considera un acto de debilidad. El que hoy impere una dictadura no es una desviación sino algo congruente con su ideario. Su performance en los distintos escenarios de diálogo para buscar soluciones negociadas demuestra de manera reiterada que el régimen apela al diálogo buscando ganar tiempo o lavarse coyunturalmente la cara.

El gobierno de Maduro pareciera estimar que el momento político, con todo y sus dificultades, favorece su estabilidad, que la pandemia abona a su favor para incrementar su  control de  la situación y dotarla de elementos que fortalecen su narrativa de achacarle sus fallos a terceros. Aprecia que sus mecanismos de control sociopolítico son eficientes para evitar una crisis de gobernabilidad; además, saben que las perturbaciones introducidas por el covid-19 en la economía mundial obliga a los gobiernos a dar prioridad a esos asuntos y en consecuencia a descuidar los temas internacionales y a no desviar recursos hacia otros asuntos. Esa realidad puede hacer que la presión contra el gobierno de Maduro no escale y por tanto le proporcione un respiro al mismo.

La cúpula chavista no percibe todavía incentivos lo suficientemente fuertes como para deponer su intransigencia y negociar una salida a la crisis de poder. Los diversos ofrecimientos públicos y discretos de inmunidades y refugios seguros no los  ha persuadido ni convencido; todavía sienten más seguridad, para su presente y futuro, si conservan el poder. El Estado ha terminado por ser su última guarimba. Es conveniente al respecto interrogarse  si los cuadros medios del chavismo acatarán sin más un acuerdo que beneficie exclusivamente a la cúpula roja.

Asociarse con sectores que ejercen y lucran con  actividades al margen de la ley puede ser beneficioso para ampliar y reforzar el control sociopolítico y producir beneficios económicos; pero tiene consecuencias tóxicas en el aparato del Estado porque sus prácticas permean y contaminan a los cuadros del mismo y construyen lealtades ilegítimas e ilegales más fuertes que el espíritu de cuerpo ideológico o burocrático. También puede dificultar en demasía cualquier operación para sustituir el statu quo de las mismas porque, eventualmente, perjudicaría las ventajas competitivas inestimables derivadas de la  protección de sectores del aparato estatal.

Por supuesto, estas conclusiones e hipótesis sobre el comportamiento del régimen pueden perder parte de su validez por imperativo del más humano y político de los instintos: el de la supervivencia.


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