Un texto de hace una semana del sacerdote jesuita Luis Ugalde, en estas mismas páginas, nos advierte que más allá de toda disquisición intelectual teológico-filosófica, «en la Navidad adoramos a Dios en la debilidad del Niño». Y de ahí surge, nos recuerda Ugalde, el sentido fraterno de la vida para superar toda guerra. Para que en las trincheras -que por desgracia ensombrecen el mundo de nuestros días- se pueda cantar juntos «noche de paz, noche de amor» en distintas lenguas. «El Niño de Belén nos lleva al obsequio, al abrazo y a desearnos un año nuevo en fraternidad», escribe el religioso.

Puede parecer utópico e iluso tan solo pensar que dejen de caer las bombas sobre Gaza y sobre el territorio ucraniano, que se extinga el fuego de las armas, y en su lugar triunfen los abrazos y las manos que se mezclan unas con otras junto con ese canto de estos días de encuentro y fraternidad. El mundo es más ancho, más ajeno, incomprensible y doloroso. En nombre de la paz se ha matado y se mata.

Los venezolanos lo sabemos, o quizás creemos saberlo. Durante un cuarto de siglo, la paz ha sido nombrada una y otra vez en el discurso oficial. Quizás la expresión más socorrida, en su sentido de uso fácil y hueco, ha sido aquella de que esta es una revolución pacífica pero armada. Cuidado con meterse con ella porque tiene cañones y rejas y esbirros. La paz nos convoca a votar en un referéndum para disparar luego, y por ahora, un verbo belicista. La paz se cita para justificar la invasión rusa del señor Putin y, a la vez, para clamar por las víctimas -excesivas, desmesuradas, inhumanas, ciertamente- de la respuesta al ataque animal de Hamás.

Si tuviéramos un gobierno como Dios manda –además del texto constitucional-, quizás nuestro país que no le ha hecho la guerra a ningún vecino, que apenas vivió un corto episodio de violencia armada en el siglo XX, que dicen añorar los dueños de Miraflores, encabezaría con la fuerza de esa historia una valiente iniciativa regional que alejada de posiciones ideológicas abogara aquí y allá por la paz y por la resolución de conflictos, cuya postergación desdice de nuestra cualidad de civilización.

Recuperar la cara humanista y auténtica de nuestros diplomáticos y de nuestra diplomacia -la que se opuso a las tiranías militares, que sacó presos de las cárceles de Pinochet y puso en evidencia la dictadura uruguaya en la década terrible de los setenta, que se la jugó por la democratización de países de Centroamérica una década después- es un sueño y es posible.

El Niño de Belén –estirando las palabras de Ugalde- pueden ser todos los niños. En Gaza y en Ucrania, que ni tiempo han tenido para el primer juego de sus vidas.

«En esta Navidad tan marcada por el sufrimiento y por los atropellos del poder, el Niño de Belén nos invita a renacer con la fuerza de ‘Dios con nosotros’, a reforzar en 2024 nuestra esperanza activa y a exigir con firmeza muchos derechos humanos secuestrados”, insiste Ugalde. Aquí y más allá.


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