Foto: Jeanette Ortega

Desde el domingo en la noche estoy recluido en un manicomio, eufemísticamente llamado “Casa de Reposo”.

No sé cómo comenzar esta historia que me ha llevado a la locura. Sin embargo, amables lectores, les voy a pedir un favor, lean esto hasta el final porque, según el Dr. Carlos Rasquin, mi psiquiatra de cabecera, eso ayudará en mi tratamiento.

Todo comenzó cuando a mi esposa y a mi novia se les ocurrió invitarme a ver una obra teatral o más bien, un musical; bueno, la verdad no sé cómo llamarlo ahora, pero es algo que titularon El Mistral.

Confieso haber ido a ese espectáculo un poco en contra de mi voluntad. Trataré de describirles lo que vi, cosa difícil porque yo creo que ni siquiera su creador y director, Miguel Issa (actualmente mi compañero de habitación en el manicomio) podría explicar cómo a un ser humano normal se le puede ocurrir tan absurdo, genial y soberbio montaje.

A pesar de la medicación, no he podido recuperarme de la escalera de emociones que en mí despertó esta absoluta locura llamada El Mistral. Les describiré el libreto para ver si ustedes entienden.

Cuando entramos a la sala, tirados en el piso, como muertos o dormidos, había una gentarada. Eran, sin exagerar, treinta actoresbailarinescantantesmaromeros. Yo pensé: “Coño, perdí mis 5 dólares de la entrada”, porque eso es otra parte de la locura, ¿cómo es posible que una entrada para ver a aquel gentío durmiendo pueda costar 5 dólares? “Lo barato sale caro”, pensé.

De pronto, cuando ya le reclamaba a mi esposa y a mi novia por haberme llevado allí, una música rarísima, una especie de reguetón muy lento y sin groserías, comenzó a sonar: ¡pum, pum, pum!, y todos los que estaban en el suelo se levantaron al ritmo del ¡pum, pum!, y comenzaron a caminar. Parecían zombies comedores de cerebros. De pronto, uno de ellos señala hacia el techo, la música deja de sonar y todos se paralizan y atónitos miran hacia un punto inexistente. La verdad, yo también miré hacia el techo y allí no había nada. Me dije: “Bueno, será que al utilero se le olvidó poner algo”, pero no, la vaina era así.

Repentinamente corrieron estruendosamente hacia una esquina e hicieron varias filas para nada. A continuación, los artistas aplaudieron y rítmicamente tocaron el piso y sus piernas con las palmas de las manos, logrando hacer música. Inmediatamente, sin ton ni son, corrieron hacia el público y volvieron a formarse en fila para un coño.

Sorprendentemente comienza a sonar una música increíble y todos bailan en una coreografía impecable que parecía dirigida por el mismo Vicente Nebrada. En esta obra, nadie es primer actor, nadie es primer bailarín, nadie es cantante principal. Todos son primeros actores, todos son primeros bailarines, todos son cantantes principales.

A todas estas, de pronto, nadie sabe por qué, los artistas salen corriendo de escena y entra un personaje rarísimo que está borracho, se fumó una lumpia o algo así. Ese feo personaje canta una canción, creo que en francés, lo hace como si estuviera en un lupanar porque, les confieso, el ambiente de Mistral es muy retro, me recordó los cabarets de la Alemania y la Francia de los años cuarenta, pero también me recordó los montajes de mi gran maestro Levy Rosell quien, a finales de los años sesenta, también dirigía de manera magistral a treinta actores al mismo tiempo.

La verdad, mi respeto y mi admiración para Miguel Issa, no sólo por ser autor de esta exquisita locura, sino porque no puedo entender cómo hizo para reunir y dirigir a treinta grandes artistas porfiados y de tantas disciplinas diferentes, en una obra maravillosa que, sin embargo, no tiene pies ni cabeza. Justamente ese es el secreto de El Mistral, no hay que entenderla, hay que dejarse poseer por las emociones que, in crescendo, se van apoderando de nuestros sentidos poco a poco, casi sin que nos demos cuenta.

Sigo con el libreto. Los personajes continúan entrando y saliendo con coreografías extraordinarias. Hay números de circo, cantantes, fiestas, etc. No dejan ni un segundo libre la mente del espectador. Siempre está pasando algo asombroso. A todas estas, el espectáculo sigue y sigue y uno sigue y sigue sin entender nada, pero, ¿ya para qué? Ahora todo son emociones y sorpresas. El público ya está atrapado.

Menos mal que aquí, en el manicomio, Miguel Isaa tiene entusiasmadísimo al Dr. Carlos Rasquin, para montar un espectáculo similar con artistas dementes que son pacientes del hospital. El Dr. Rasquin dice que sólo artistas que estén tan desquiciados como este genial director podrían trabajar en algo tan espectacular como El Mistral.

El Mistral no es teatro, no es un musical, es un río de emociones que va pasando, pero como todo río, aunque esté pasando, siempre está allí para quedarse dentro de nosotros.

@claudionazoa


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