Con su ya público reconocimiento de las presiones de China, Michelle Bachelet entregó finalmente el demoledor informe sobre la violación a gran escala de derechos humanos en la región de Xinjiang. Esperado desde finales del año pasado, lo presentó trece minutos antes de dejar el cargo de alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos. Lo precedió su polémica visita a China que, no obstante la preparación de meses, no pudo evitar el cerco oficial ni el tono vago de su declaración final antes de partir. Hay quienes atribuyen a ese viaje, duramente criticado por tirios y troyanos, la razón fundamental de su decisión de no postularse a un segundo período, en el fuego cruzado de las presiones tanto de gobiernos y grupos defensores de derechos humanos críticos de la visita como de China y sus apoyos.

Lo cierto es que no debe desviarse el foco de atención sobre el contenido del informe, que confirma los más crudos reportes sobre las sistemáticas violaciones de derechos de la etnia uigur y de otras minorías musulmanas y del confinamiento de cerca de un millón de ellos en los llamados “Centros de Educación y Capacitación Vocacional”. Son de recordar los miles de archivos policiales sobre esos centros, filtrados a los medios en los días de la visita de Bachelet. Ahora, el informe finalmente hecho público, presenta y documenta pruebas creíbles de detenciones arbitrarias y discriminatorias, torturas, violencia sexual, esterilizaciones forzadas y trabajo forzoso, entre otras prácticas atroces.

Tampoco deben dejarse de lado las evidencias sobre los frenos y manipulaciones a los que están cada vez más expuestas las iniciativas de protección de los derechos humanos frente a regímenes autoritarios. En ello, China es sin duda una referencia fundamental, particularmente a través del engañoso argumento de que se está politizando la defensa de esos derechos. Según estos regímenes, desde los considerados hegemónicos hasta los abiertamente totalitarios, pero también entre muchos regímenes populistas, pragmáticos y a la defensiva, proteger los derechos humanos, universal e indivisiblemente concebidos, conduce a su politización. Para ilustrarlo, volvamos al caso de China, entre los más extremos y emblemáticos.

En Beijing, el presidente Xi Jinping en su larga intervención en el encuentro virtual con la alta comisionada, no solo defendió el progreso de los derechos humanos en su país, concebidos, con expresión que resume la versión china, como ruta a la “prosperidad moderada integral”. Además, en referencia a su escrutinio internacional, insistió en que los derechos humanos no debían ser politizados ni instrumentalizados. También, en congruencia con su concepción no solo del derecho sino de la democracia, queda entendido que para su país tampoco son tolerables las quejas o disidencias nacionales.

Los términos de los apoyos a China en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU en junio pasado aparecieron repetidos y aumentados en julio.  El argumento del centenar de países que, según voceros de Beijing, habrían dado su respaldo a China, queda verosímilmente reflejado en una carta a Bachelet filtrada a la prensa. Allí se sostuvo que la publicación del informe intensificaría la politización y la confrontación de bloques en el ámbito de los derechos humanos; además, dejaría socavada la credibilidad de la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos y sus posibilidades de cooperación con los Estados miembros. Es lo que apenas se asoma en las palabras de Bachelet al final de su gestión: “La polarización dentro de los Estados y entre estos ha alcanzado niveles extraordinarios y el multilateralismo está sometido a presiones”. Pero esto requiere más elaboración para evitar ambigüedades y no alentar ambivalencias: en verdad, el multilateralismo –entendido como compromiso colectivo sobre principios, normas y procedimientos internacionales en materia derechos humanos– está bajo el asedio de los autoritarismos, de todos los signos, que se han multiplicado en los últimos quince años.

Los regímenes políticos, cuanto más abiertamente autoritarios, o totalitarios como China, reclaman tener su propia concepción para el desarrollo de los derechos humanos. Cualquier escrutinio –especialmente si se centra en violaciones de la escala de los crímenes de lesa humanidad identificados en un número creciente de países– es, aparte de descalificado, considerado una violación a su soberanía y una instrumentalización política de los derechos humanos. Así, en tiempos en los que hay mayor sensibilidad o, cuando menos, mayor dificultad para ocultar y justificar tales crímenes ante el mundo, se opta por sacarlos del terreno internacional, borrarlos de la agenda. Solo la atención multilateral es permisible, pero únicamente si se acepta la versión de los derechos humanos de cada cual. Y versiones sobran, altamente politizadas según interese a la estabilidad y seguridad del régimen examinado: todo lo demás es injerencia, intervención inaceptable y políticamente orientada. De modo que despolitizar, para los autoritarismos, es politizar a la medida de las necesidades políticas de cada cual.

Más allá de China, un caso ciertamente extremo entre muchos otros, el reto para el fortalecimiento de la protección internacional de los derechos humanos es enorme. Se requiere, por supuesto, la continuidad del valioso y valiente trabajo de las organizaciones e iniciativas no gubernamentales en denuncias, desmontaje de manipulaciones, difusión y seguimiento. Pero también sigue siendo fundamental una sana politización, democrática, entendida como efectiva incorporación de la protección de los derechos humanos en los principios y la agenda de política nacional y exterior de los países democráticos: los gobiernos tienen responsabilidades internacionales intransferibles en esta materia. Para asumirlas debidamente es necesaria la coherencia y constancia en el apoyo a la concertación y cooperación en su promoción, también lo es la protección y robustecimiento de los espacios multilaterales. La mejor noticia para los regímenes autoritarios, particularmente para los que buscan su consolidación, es que se acallen las denuncias, que cesen los escrutinios, que la concepción universal de estos derechos se diluya en una lista interminable y variable de enunciados, que las presiones y conveniencias puedan más que las responsabilidades internacionales de los gobiernos y las organizaciones internacionales. La publicación del informe sobre Xinjiang es para ellos una mala noticia. Bienvenida sea.

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