Las relaciones diplomáticas bilaterales de Estados Unidos con Venezuela se encuentran en el peor momento de la historia. Es imposible hacer comparaciones con la diplomacia desplegada por los presidentes Theodore Roosevelt II (1901-1909) y William Howard Taft (1909-1913), quienes mantuvieron unas agrias relaciones con los regímenes de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, pero no llegaron a los niveles de degradación e irrespeto que hoy existe.

La larga dictadura gomecista supo mantener relaciones de respeto con cinco  administraciones estadounidenses. Con la presidencia de Woodrow Wilson (1913-1921) cuya atención fundamental fue dirigida a Europa y el gran conflicto mundial. El gobierno de Warren Gramaliel Harding (1921-1923), que fortaleció lo doméstico en vez del rol expansivo estadounidense como líder mundial. El presidente Calvin Coolidge (1923-1929) cuya administración se negó a ingresar a la Liga de las Naciones favoreciendo el aislacionismo en su política exterior. Herbert Hoover (1929-1933) quien, por enfrentar los desafíos de la Gran Depresión, mantuvo su preocupación fundamental en la política interna. Y finalmente, los dos primeros años del gobierno de Franklin Delano Roosevelt (1933-1935), que enfrentaría una nueva Guerra Mundial (1941-1945) a pesar de su política de no intervención.

Siempre Venezuela, por más de sesenta años, mantuvo relaciones de respeto y mutuo entendimiento con las administraciones estadounidenses desde Franklin D. Roosevelt hasta William Jefferson Clinton. En efecto, desde el gobierno de Isaías Medina Angarita (1941-1945), con quien Estados Unidos mantuvo espléndidas relaciones bilaterales, el trienio adeista encabezado por Rómulo Betancourt (1945-1948), a pesar de la desconfianza manifestada por el embajador Corrigan en Caracas y la Casa Blanca, por los antecedentes comunistas de Betancourt, existieron relaciones de tensión y respeto y la intromisión en la corta administración de Rómulo Gallegos (1948).

Durante  la década militar (1948-1958) Estados Unidos desarrolló una relación estrecha en la lucha contra el comunismo internacional, hasta que, por la denuncia de violación de Derechos Humanos, quitó el apoyo a los militares, como consecuencia de la existencia del campo de concentración de Guasina, en donde la dictadura de Pérez Jiménez enviaba a los más prominentes perseguidos políticos.

En el transcurso de los 40 años de democracia representativa (1958-1998) bajo los gobiernos de Rómulo Betancourt, Raúl Leoni, Rafael Caldera (dos períodos), Carlos Andrés Pérez (dos períodos) Luis Herrera Campins y Jaime Lusinchi, las relaciones entre ambas naciones fueron de respeto y negociación de intereses mutuos. Sin embargo, el tema central de las administraciones estadounidenses no fue la democracia.

No es extraño, a la luz del realismo político de las relaciones internacionales, que los Estados-nacionales en el desarrollo de su diplomacia, busquen satisfacer intereses nacionales con una aspiración legítima de lograr poder. No está en el discurso realista, ni en las posiciones idealistas de una anarquía mundial, el concepto de naciones amigas o hermanas. Eso forma parte de otro discurso alejado de la pragmática medición que hace la diplomacia en las relaciones bilaterales y multilaterales. Sin embargo, el tema de la democracia como realidad tangible y exigible fue incorporado en el discurso diplomático latinoamericano, paradójicamente cuando Estados Unidos fue atacado por terroristas de AL QUAEDA, aquel 11 de septiembre de 2001 se estaba firmando en Lima, Perú, la Carta Democrática Interamericana, obligando a todas las naciones a promover la democracia como elemento fundamental para la convivencia regional. Este hecho rompió con un pasado de imposición de regímenes autoritarios que lograran satisfacer las necesidades de la seguridad regional y nacional de Estados Unidos.

Estados Unidos y Chile, lejos de la democracia. 

La Guerra Fría representó una dura prueba para los gobernantes democráticos latinoamericanos. Ello se vio reflejado en el apoyo estadounidense en el establecimiento de dictaduras en el cono sur. El caso más emblemático, fue la participación de Estados Unidos en el Golpe de Estado que derrocó al presidente socialista Salvador Allende Gossens el 11 de septiembre de 1973.

La reciente desclasificación de los documentos de los archivos nacionales de Estados Unidos, son fuentes fundamentales para la revisión de esa historia. En efecto, la elección de Salvador Allende y la imposibilidad de la administración de Nixon de prevenirla, demostró, para algunos hacedores de política y analistas del momento, la ineficiencia del aparato de política exterior americano. Se pensó desde el alto gobierno que dicho acontecimiento estaba insoslayablemente vinculado a hechos recientes, ocurridos en la región, que desafiaban de manera directa la hegemonía estadounidense, que ya aumentaba su erosión en el resto de la región.

No estaba muy distante la revolución cubana y lo ocurrido en Caracas, Venezuela, en donde el propio Richard Nixon, como vicepresidente, luego de ser escupido su automóvil y amenazada su integridad, se vio forzado a salir del país e interrumpir la visita. Los documentos muestran que, la Infantería de Marina de Estados Unidos, estuvo en “stand by”, [a punto de entrar en acción], temerosos de la seguridad del vicepresidente estadounidense.

De tal forma que, el gobierno de Estados Unidos consideró que las elecciones chilenas con la victoria del socialista Allende, había ocurrido por la hostilidad que se regaba en toda la región, y que desafiaba de manera directa su hegemonía.

La primera reacción de Richard Nixon fue apuntar su preocupación por la coherencia y la cordura en la formulación de políticas hacia la región. Debía existir cierto orden racional, entre los intereses políticos y económicos de las multinacionales estadounidenses y el interés nacional que definía la administración Nixon en esos momentos de contención de la Guerra Fría.

Para corregir las deficiencias en la organización de agendas dispersas, se constituyó una política que centralizara las agendas para enfrentar las diversas amenazas contra los Estados Unidos. Eran tiempos convulsos y comprometidos los que vivía el mundo a inicios de la década de los 70. Las repúblicas americanas efervescían frente al constante llamado a la revolución que incitaba desde El Caribe Fidel Castro, mientras que, producto de diversos factores, las Alianza para el progreso que había iniciado el presidente Kennedy, no dejaba un saldo positivo a las gallardas democracias que resistían los embates de una izquierda armada y de la bota militar que había estallado en algunos países.

Por ello, nace el Consejo de Seguridad Nacional [National Security Council] como la estructura burocrática que se encargaría de la hechura de una política exterior, especialísima para Chile que resultó ser una política de confrontación y en la imposición de un dictador.

Las tensiones surgieron de inmediato por dos situaciones: la nacionalización y sus compensaciones. Ello era consecuencia de un problema aún mayor, el esfuerzo de Chile a romper sus nexos con los Estados Unidos, buscando alternativas al desarrollo de su capital. La oposición americana a esa actitud se reflejó en una agenda de política exterior especialísima que trataría desde el Consejo Nacional de Seguridad y su máximo exponente Henrry Kissinger, el tema como “el problema chileno”. Era la democracia más duradera de América Latina que, en el contexto del recrudecimiento de la Guerra Fría y, la aproximación americana hacia China había escogido una vía pacífica y electoral al socialismo.

En el reporte de política exterior estadounidense de 1970 al Congreso de Estados Unidos, el presidente Nixon solicitó herramientas efectivas de toma de decisiones para aprobar acciones urgentes de política exterior, determinada por coyunturas particulares e integrarlas en un contexto global que expresara los intereses más amplios de Estados Unidos, de tal manera que no exista una acción exterior reactiva, sino producto de un modelo racional de decisiones, previamente concebidas antes que una situación se transformara en una emergencia.

Esas herramientas estuvieron a disposición de la administración Nixon desde el principio del gobierno de la Unidad Popular para demostrar el poder del Consejo de Seguridad Nacional, mediante la identificación de problemas de política exterior, establecer las opciones disponibles y recomendar un curso de acción. De tal forma que se puedan anticipar las crisis y organizar las opciones. La responsabilidad de coordinar la hechura de la política exterior estadounidense pasó del secretario de Estado Rogers al asesor presidencial de política exterior y jefe del Consejo de Seguridad Nacional, Henry Kissinger.

Desde esa posición, Kissinger fue designado en un puesto clave interdepartamental, entre el comité de operaciones de inteligencia y el Consejo de Seguridad Nacional, desde el cual estableció un grupo de choque frente a crisis inminentes. Por ello, la respuesta inmediata de Kissinger a la victoria electoral de Allende en septiembre de 1970 fue la de evaluar su impacto en el hemisferio y los retos que representaba para Estados Unidos en su política hacia América Latina. De inmediato se asignó a Chile, el rango de prioridad, lo que suponía que, en el corto tiempo, se esperaba una inevitable confrontación política entre Estados Unidos y el gobierno socialista. Ello se evidenciaría en la toma de posesión de Salvador Allende en noviembre de 1970 cuando declaró que Chile era una nación que dependía del imperialismo y propuso reemplazar la estructura económica, eliminando la hegemonía de los capitales extranjeros y chilenos, como así también contra el latifundismo, para darle paso a la construcción del socialismo. La reacción estadounidense fue brusca y fría.

Intervención estadounidense en Chile

La visita de Fidel Castro de 27 días en Chile podemos decir que fue el detonante para que las amplias relaciones militares que se habían desarrollado entre los dos países motorizaran una respuesta contra el comunismo internacional, en plena Guerra Fría.

El reporte de 1971 del Consejo de Seguridad Nacional expuso que el nuevo nexo que hacía Chile con la Cuba de Castro, contrario al interés colectivo definido desde la Organización de Estados Americanos, era un desafío al sistema interamericano. La posición estadounidense era la de mantener abiertas líneas de comunicación y no ser los propiciadores de un alejamiento. Sin embargo, se sentía un desasosiego en las esferas parlamentarias por la posición del gobierno de la Unidad Popular contra representantes de empresas americanas en Chile. Los hacedores de política exterior previeron una erosión en las relaciones bilaterales.

Digamos que la crisis entre Estados Unidos y Chile se expresó desde dos perspectivas, la económica y la diplomática. La primera estalló en febrero de 1971, cuando una delegación de representantes del gobierno de Allende, encabezados por el ministro de Economía Pedro Vuskovic, visitó Estados Unidos para estimular la inversión pública y privada, a lo que la administración Nixon, exigió una justa y adecuada compensación por  las empresas expropiadas. La segunda se expresó con la cancelación de la visita del portaaviones Entrepise a Chile, lo que recibió críticas de los sectores de Derecha por la importancia que existía de mantener nexos entre las Fuerzas Armadas y Carabineros de Chile y las Fuerzas Militares estadounidenses. La administración estadounidense enmendó su error y continuó con la asistencia militar, ejercicios conjuntos y una muy importante misión militar estadounidense en Chile, que luego facilitaría el apoyo al golpe de Estado.

América Latina, de la dictadura a la democracia

Entonces, la democracia era incipiente en América Latina. La Guerra Fría y la lucha de poder de las grandes potencias, habían siniestrado la aspiración de muchos pueblos en vivir en democracia. Por un lado, la izquierda latinoamericana, haciendo apología a la Revolución Cubana que día tras día se hacía más salvaje y despiadada contra su pueblo y, por la otra, las dictaduras nacionalistas y de derecha que practicaban lo que hoy podemos llamar terrorismo de Estado, torturando, masacrando y desapareciendo a los líderes comunistas levantados en armas, bajo el esquema de la doctrina de la seguridad nacional. La excusa, más que cruel y pendenciera, era que el Estado se defendía en una guerra contra el comunismo. A la sazón, no era tan Fría la Guerra entre los polos hegemónicos.

La década de los ochenta encontró a los dictadores latinoamericanos del cono sur, enfrentados con Estados Unidos. La abundancia de denuncias por violación de Derechos Humanos, hacía imposible su permanencia. La primera dictadura que colapsa fue la boliviana, a inicios de la década de los 80. Hernán Siles Suazo encabezaría la nueva etapa democrática boliviana. Luego es despachada la dictadura argentina, después del desastre de Malvinas cuando el dictador Fortunato Galtieri es sustituido por el General Reynaldo Bignone quien llama a lecciones en 1983 y retorna la democracia. Le siguió la dictadura en Brasil que había permanecido al frente del poder desde 1964 hasta 1985 cuando el general João Baptista Figueiredo, es derrotado por la oposición, encabezada por Tancredo Neves quien muere antes de tomar posesión del cargo de presidente y lo sustituye José Sarney. Uruguay recupera su democracia el 1º de marzo de 1985, Alfredo Stroessner cae en Paraguay en 1989, facilitando una nueva etapa democrática, y Chile, gracias al plebiscito del 5 de octubre de 1988, abre las avenidas de la democracia en 1990 con la presidencia de Patricio Aylwin. De tal manera que, la década de los noventa, recibirá a una América Latina enrumbada hacia el desarrollo de la democracia.

América Latina se estaba democratizando y Venezuela era un actor fundamental en ese proceso. Tanto en Centroamérica con el Grupo de Contadora que fortaleció los procesos diplomáticos para promover e impulsar la paz centroamericana, y la integración latinoamericana. Sin olvidar que Venezuela fue destino para los perseguidos políticos de todas las naciones latinoamericanas.

Las puertas de la libertad fueron tan amplias que, en 1990, se funda el Foro de Sao Paulo que congregó a los grupos políticos de izquierda de América Latina, en torno de la democracia y que paradójicamente contó con el único gobierno de izquierda en el poder, Cuba, una feroz dictadura.

La democracia facilitó, que los movimientos de izquierda se hicieran gobierno en aquellos países que sufrieron los embates de la dictadura. Era lógico y obvio que, por la experiencia vivida por la izquierda, que la dictadura cubana fuera repudiada por los sectores democráticos, pero, no fue así. El doble discurso cobraba fuerza.

Hugo Chávez, quien resultó electo en las elecciones generales de 1998, no sólo alimentó a la moribunda dictadura de Fidel Castro golpeada por el período especial, sino que sentó las bases para un autoritarismo competitivo que generó las estructuras de una cruel dictadura que hoy socaba la libertad y las esperanzas de los venezolanos. Debo decir que ni Chávez ni Maduro eran de izquierda, sólo levantaron esas banderas con el crematístico objetivo de satisfacer sus intereses hegemónicos. Frente a este panorama dantesco, Estados Unidos buscaba negociar.

La democracia sobre un polvorín: el legado de Chávez

No debe extrañar al entendido en estudios políticos que aquellas jóvenes democracias de los años noventa en todas las naciones latinoamericanas hoy enfrentan un severo desgaste. Sin embargo, el legado ha sido una izquierda democrática formada en democracia y una derecha incrustada en la esencia de la democracia. Este legado lo hemos construido los pueblos latinoamericanos sin apoyos foráneos.

La llegada de Hugo Chávez tuvo un significado profundo. Por una parte, una esperanza para millones de venezolanos que deseaban un cambio en la profundización de la libertad y la democracia. Jamás pidieron un gobierno de fuerza o una dictadura. Solicitaban reformas. En cambio, Chávez incubó la revolución. En efecto, Hugo Chávez deberá ser recordado como el gran incendiario latinoamericano. Cuando el nuevo siglo XXI abría sus ojos y Estados Unidos era vilmente atacado por terroristas de Al Qaeda, en un contexto latinoamericano en donde la izquierda y la derecha convivían en paz democrática, y era firmada esa Carta Democrática Latinoamericana, Chávez buscaba incendiar a Venezuela y a la región.  Aquel “socialismo del siglo XXI” facilitó que mientras perpetraba su ataque mortal contra la democracia venezolana en lo doméstico generando un autoritarismo competitivo, en la esfera regional e internacional, levantaba las banderas de la izquierda con una superchequera que recorrió todo el continente, dañando así la imagen del progresismo en el mundo.

Después de 24 años de agravios domésticos e internacionales, asesinatos, secuestros, el régimen de Maduro campea de impunidad en la comunidad internacional. Todo lo que está ocurriendo hoy en Venezuela es el fruto del sembradío durante los 13 años de Chávez. Todos los males que denunció del pasado, en sus 13 años de gobierno se multiplicaron. Se ha consolidado una manera de hacer política doméstica e internacional. El reino del terror se está desatando. No se respeta la democracia como forma de vida. Maduro es un dictador peligroso cuya única finalidad es permanecer en el poder.

La dictadura de Maduro entre insultos e improperios se ha burlado de la política exterior de Estados Unidos, nuevamente. Bajo la promesa de unas elecciones libres y verificables, Estados Unidos dio todo y  eliminó sanciones, mientras que Nicolás Maduro continuó con la siembra de terror.

La inquietante información del asesoramiento de Rusia a Venezuela en materia de energía nuclear para fines pacíficos debería preocupar a Estados Unidos. El panorama internacional en Europa con la OTAN firme contra Moscú, no son buenas señales para la paz mundial, y un país en el suelo con todos los servicios públicos desmontados y una línea de metro constantemente incendiándose, no tendrá la posibilidad de usar energía nuclear para fines pacíficos si apenas puede mantener la electricidad estable en algunos sectores del país. Hay, sin duda, una agenda oculta entre Rusia y Venezuela en el tema nuclear.

La administración de Biden tiene una gran deuda con los venezolanos. Han entregado todo por nada. No sugiero, ni en lo más mínimo otra alternativa que no sea llevar a Venezuela a unas elecciones libres y verificables en la cual todos los candidatos puedan participar, en especial María Corina Machado, quien el pasado 22 de octubre venció en unas elecciones primarias a los demás candidatos de la oposición catapultándose como la actual líder de la oposición. Maduro y Biden en sus lúgubres, para no decir, truculentas relaciones diplomáticas, deberán decidir qué se va a escribir en las páginas de esta difícil historia de Venezuela. A ver si, esta vez, la política exterior de Estados Unidos sirve para promover de manera definitiva la democracia en la región y no sus intereses nacionales.


El autor es académico-investigador en la Universidad SEK- Chile. Miembro del Foro Venezolano de Política Exterior.

 


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