Dice Descartes en Discurso del Método que el problema principal del conocimiento es tener “ideas claras y distintas”. Buscamos precisar el ámbito propio de la obra política, preguntándonos: ¿de qué trata este obrar? ¿qué es aquello que le es propio? Las epistemologías contemporáneas, como Historia de las Ideas y Hermenéutica, nos conminan a la búsqueda de este tipo de preguntas desde sus propuestas originarias.

Platón utiliza el símil del barco para describir la problemática al constituir la politeia, el ente propiamente político. En República VI sostiene que el capitán o “piloto” ha desarrollado la capacidad necesaria para “gobernar la nave” (gubernaculum), comprendiendo que el mejoramiento de la tripulación depende de la educación. Esta es la idea relativa a lo reflexivo. La acción más relevante del gobernante está dirigida hacia el cuerpo social del cual forma parte. Platón enuncia un escenario de la racionalidad respecto al ejercicio del gobierno: quienes van a ser gobernados reconocen a quien los debe gobernar. Como es constatable, esa racionalidad no es tan común porque, primero, reconocer las competencias de otr@s(s) requiere del ejercicio de un genuino respeto por los demás y, segundo, porque no necesariamente quien gobierna es genuinamente más sabio que el/la gobernado(a).

El Académico (Leyes IV) evalúa dos escenarios más utilizando el símil del barco cuando está en medio de una tormenta: el del determinismo (Dios ordena todos los asuntos humanos) y el del azar (lo que rige es la total indeterminación). Esta es la idea relativa a lo transitivo: el gobernante actúa sobre el contexto en el cual el barco se encuentra, ejercitando su arte de gobernar para darle orientación respecto al puerto, porque, cualquiera sea la situación: “el arte de gobernar debe existir por algo”. Platón reafirma el escenario de la racionalidad, oponiéndolo al escenario de la determinación y de la indeterminación. Actuar para activar el barco hacia un puerto (la visión) connota la idea de movimiento, de cambio. Así que la relación ontológica entre lo reflexivo y lo transitivo fundamenta al cambio político-gubernamental.

En Política III, Aristóteles nos lega la idea de temporalidad al concebir a la política como el obrar humano que, diagnosticando el pasado para evaluar lo realizado y las distorsiones originadas, puede determinar las direcciones posibles de la acción a futuro. El Estagirita enfatiza una dimensión para pensar lo político que se mueve en la dimensión del devenir articulada a la noción de causa final, entelequia: estado final, de perfección, que se sostiene a sí mismo. De allí la idea de sustentabilidad, que matiza esa aspiración del Académico por conseguir un arreglo político que permanezca inalterable, en armonía, es decir, que sea permanente, considerando el particular éthos de una sociedad.

El término ‘democracia sustentable’ ha llegado a la reflexión política en 1995 de la mano de Adam Przeworski para denotar “un conjunto de temas a abordar” desde “marcos de referencia no fragmentarios” que combinen crecimiento sustentable económico con fortalecimiento de las instituciones democráticas a lo interno de una sociedad. Nuestra aspiración como país se expresa en la visión de una república democrática que permanezca en la medida que se perfecciona, mediante propósitos orientadores en el devenir. Por ello es que el encuentro sustentabilidad-permanencia es parte de los principios gnoseológicos con los cuales pensamos y obramos políticamente.

Concebir la obra política sustentable, es decir, la herencia y legado a las generaciones futuras, no pareciera una arista reflexiva de la actuación pública en Venezuela. Como diría Mariano Picón Salas, la política ha sido “no como debía ser sino como pudo ser” (Antítesis y tesis venezolana, 1939) porque “careció de toda visión de futuro” y de la presencia de “estadistas”; y, por tanto, “la política criolla… marchó resolviendo las urgencias de la semana y completamente sujeta a la órbita del Poder Ejecutivo” (Notas sobre el problema de nuestra cultura, 1941)

La obra política es constituida entre las aristas del cambio y de la temporalidad y entre el encuentro reflexivo-transitivo. La dimensión reflexiva reúne al desarrollo cívico necesario para que el ejercicio ciudadano y gubernamental pueda considerar las fuerzas y tendencias de la situación total que resultan claras mediante un ejercicio de heurística fractal: es necesario totalizar la situación presente mientras se concibe la obra gubernamental en el devenir, desde la ponderación de las lecciones de la historia del país y sin desechar algún conocimiento o experiencia que ilumine la acción. Así mismo, el obrar gubernamental requiere ponderar la articulación de la política con la administración y el de la cultura pública con el desarrollo cívico. La administración genera los bienes públicos de la oferta política, la educación cívica eleva las capacidades de articulación cultural al obrar concreto.

La necesidad de ejecutar, de articular un saber-hacer comprendiendo las posibilidades reales de logros, fundamenta a la realizabilidad, esa condición que hace pasar un bien público de lo posible a lo tangible y que se orienta mediante preguntas del tipo: ¿cuáles son los actores estratégicos relevantes y los mecanismos idóneos de persuasión?, ¿cómo construiremos los consensos necesarios y prevemos las consecuencias intencionadas y no intencionadas?, etc. Ese tipo de preguntas nos da el anclaje propio del actor comprometido, que considera cada propósito respecto a las competencias/ recursos/lapsos de tiempo requeridos (sostenibilidad), no del analista sofisticado.

Lo realizable está emparentado con la existencia de instituciones, sin las cuales la ejecución queda en el plano de la discrecionalidad que es el nutriente de la arbitrariedad. El obrar constitutivo político está imbricado al administrativo-educativo.

@ juliaalcibiades                                                                   [email protected]


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