Lo que el tiempo nos dio, lo que el tiempo ha borrado, ¿no lo va a devolver?

Alphonse de Lamartine

Casi todo sufrimiento[1] está vinculado al mal en tanto que degradación del bien y al tiempo en cuanto que déficit de presente, subyaciendo como tal a la creación poética. Aún más: el dolor anímico es el légamo de los más profundos ríos de la vida, que son también, como decía Curtius, los más silenciosos. Así pues, lleva aparejado un silencio que el poeta pugna por convertir en palabra. Lo propio hacen el resto de los artistas, pero aquí nos concentraremos en la ontología del sufrimiento vinculada con la ontología del lenguaje poético.

Conforme a la tan socorrida clasificación de Leibniz, el mal puede entenderse de tres formas: el físico, al que corresponde una degradación de la naturaleza (enfermedad, condiciones especiales y muerte); el metafísico, que es una limitación o imperfección natural del ser en su finitud, y el moral, al que corresponde la comisión libre y consciente del mal. En los dos primeros no participa el libre albedrío, pero el mal moral se lleva a cabo concitando la razón, la voluntad y la libertad.

El mal es fuente de sufrimiento. El dolor anímico guarda relación con un déficit de presente, pues aunque la causa de sufrimiento se actualice permanentemente, va alimentando nuestra memoria en la fuga del presente que signa el pasado como su domicilio más habitual.

Me parece entender que son tres las fuentes principales de sufrimiento que la poesía intenta codificar como ausencias de bien: el desamor, la muerte y el exilio. En el fondo hablamos de un mismo origen: el extrañamiento (del amor, de la vida, de la patria). En todo caso, el dolor anímico nos hace devenir en Odiseo. Ítaca es siempre el amor extrañado.

El desamor es un sfumato, una imposibilidad en fuga perenne que crece con la cercanía del futuro y se va empozando como un lago insaciable en el pasado. Es un crescendo de dolor moral. El desamor en tanto que mal metafísico se produce en la propia finitud del amor que no se consuma, por las razones que sean, pero que, según pasa el tiempo, produce un doble déficit de presente, pues espera con ilusión un futuro en el que quizás se logre el amor pleno, y a un mismo tiempo evoca un pasado en el que van acumulándose ciertos significados sobredimensionados para seguir alimentando la ilusión.

El dolor anímico del desamor ha dado origen a verdaderas rarezas poéticas. Una de ellas es la misteriosa Guiomar de los poemas de Antonio Machado. Fruto de su amor irrealizado e idealizado con Pilar Valderrama durante ocho años son estos versos: «Acaso a ti mi ausencia te acompaña. / A mí me duele tu recuerdo, diosa». Para cuando lo escribe, Machado y Pilar ya no se veían en el café madrileño de Cuatro Caminos. El dolor moral cruza el soneto hasta su final: «y la flor imposible de la rama / que ha sentido del hacha el corte frío».

El epígrafe que encabeza este ensayo pertenece a Le Lac (El lago), poema que Alphonse de Lamartine le dedica a Julie Charles, con quien sostuvo un exaltado romance durante el último año de vida de ella, antes de que muriera de tuberculosis. Otra vez la ausencia de un bien y de un presente que solo puede ser rescatado en la evocación.

Entre las cartas de Balzac a su amor imposible, la condesa polaca Ewelina Hańska, hay una frase que me parece metafóricamente significativa: «No puedo unir dos ideas sin que tú te interpongas entre ellas». Estas «dos ideas», me parece, simbolizan el pasado y el futuro y, entre ambos, la amada es un sfumato amoroso que separa ambas temporalidades. Así pues, el ser amado deviene metafóricamente en cesura que parte en dos hemistiquios la existencia del amante.

Otra importante fuente de dolor moral poéticamente codificada es la muerte. De entre los poemas más conmovedores tenemos las Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, elegía que el soldado castellano le dedicó a su padre en el último cuarto del s. XV. La citamos aquí porque ya desde la primera copla se da cuenta del sufrimiento como déficit de bien y de presente: «cuán presto se va el placer; / cómo después de acordado / da dolor; / cómo a nuestro parecer / cualquiera tiempo pasado / fue mejor».

Otras dos elegías estremecedoras, de dos poetas muy amigos, son las que hacen Federico García Lorca al torero Ignacio Sánchez en Llanto por Ignacio Sánchez Mejías y el poema A un poeta muerto, que Luis Cernuda dedica a García Lorca. El poema lorquiano, por cierto, es magistral al fijar incluso una hora para signar la pérdida del presente en el estribillo que se repite veinticinco veces en la primera parte: «a las cinco de la tarde».

Por último está el exilio como extrañamiento del suelo patrio. Si vamos a hablar de sufrimiento moral, desamor, muerte y exilio sería una falta de consideración no cerrar este ensayo con la figura descomunal del poeta argentino Juan Gelman, quien sufrió el asesinato de sus dos hijos y de su nuera, desaparecidos por la abominable dictadura (perdonen el epíteto, pues toda dictadura es abominable) de Videla y compañía. Además, debió luchar contra poderes seudodemocráticos de Argentina y Uruguay para reencontrar a su nieta Macarena, una de tantas que nació en cautiverio y que fue diluida en la nada burocrática. Solo alguien como Gelman podía exclamar: «¡Todo mi dolor ha pasado a la literatura!».

Creo que difícilmente haya una lírica dolorosamente más auténtica y profunda en la poesía latinoamericana del siglo XX que la de Gelman. Cuando él dice que la poesía es «la presencia ausente de lo amado», ha dado una definición ontológica exacta del sufrimiento poético como carencia de un bien y de su presentismo. Leyendo a Gelman pienso que solo los autoengañados pueden ser felices al pretender disfrazar el dolor con bonitas frases hechas. ¿Quién no tiene en esta vida esa «presencia ausente de lo amado»? Lo demás son imposturas y mascaradas. Si algo nos enseñó él fue asumir con dignidad y sin disimulo el dolor moral.

Gelman es el poeta del extrañamiento. Extraña el amor, la vida y la tierra, y no solo aquella en la que nace y con la que debe romper por diversas razones, no solo políticas, sino la propia palabra como patria del poeta: «Empezaba a reconocer los límites del lenguaje para expresar ciertas cosas…». Así pues, los espíritus forjados poéticamente por el sufrimiento pueden llegar a decir lo que Gelman al final de su vida: «No me encuentro ni derrotado ni desilusionado», pues han trocado por virtud de la poesía el dolor moral en luz… en una belleza que, como insinuaba Platón en El banquete, es el esplendor de una verdad.

@Jeronimo_Alayon

[1] Me atengo a la tendencia filosófica contemporánea de distinguir entre dolor (malestar físico) y sufrimiento (malestar anímico), llamado este último también dolor moral o anímico.


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