Decisiones como la Ley Antibloqueo, en la línea de una concentración y absolutización del poder, invitan a una reflexión sobre lo que ello implica en degradación humanista e idolatría política.

El Decálogo establece como primer mandamiento el de reconocer y amar a un Dios uno y único. Afirmación que encontramos ya en el libro del Éxodo (34, 28). Exige la confesión de un claro monoteísmo, que excluye la pluralidad de divinidades y toda forma de idolatría.

A Dios se le reconoce, así, como creador y providente, que trasciende el mundo, pero que también está presente y actuante, como Señor, en la historia de los seres humanos libres.  Se lo acepta como el Absoluto, el Ser por excelencia, incondicionado, al tiempo que razón, fuente y sentido de toda la creación. Se lo asume igualmente como principio y fundamento últimos de moralidad, como juez supremo y digno de adoración; y destinatario de un culto que no es simple admiración, veneración y alabanza, sino adoración (latría), exclusiva y excluyente.

El ser humano histórico, abierto a la infinitud de la verdad (conocimiento) y del bien (lo apetecible), goza de una libertad que, sin embargo, no sólo es limitada y frágil, sino también éticamente vulnerable (pecadora). Experimenta, en consecuencia su relación con el Absoluto en muy diversas formas y, por ello, la historia registra, al respecto, una vasta gama de expresiones, ya explícitas, ya implícitas: desde la negación expresa (ateísmo confeso) hasta concepciones de tipo panteísta, pasando por formas politeístas y deidades locales. En siglos más recientes se han buscado substitutos de Dios de variada índole, absolutizando, entre otros, la razón (Diosa Razón en la Revolución Francesa), el desarrollo científico-tecnológico (radicalismos evolucionista y positivista), la sociedad misma (utopía marxista). Totalitarismos del pasado siglo llegaron a prácticas divinizaciones de raza, nación o clase y sus correspondientes “encarnaciones” en líderes supremos inapelables. Las absolutizaciones son, sin embargo, de vieja data; la historia de las civilizaciones antiguas nos habla de sacralización de reyes; y la del cristianismo primitivo registra martirios de creyentes, que no quisieron adorar a emperadores.

La absolutización tanto de proyectos como de seres humanos no eleva a estos, sino que los degrada. Recordemos la enseñanza de alguien que vivió en carne propia los totalitarismos nazi y comunista: “La raíz del totalitarismo moderno hay que verla (…) en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la nación ni el Estado. No puede tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, explotándola o incluso intentando destruirla” (Encíclica Centesimus Annus, 44).

Hablar de totalitarismo en Venezuela significa referirse, no a un objetivo logrado, pero sí en construcción, a saber: el socialismo del siglo XXI-Plan de la Patria. En efecto, estos implican una progresiva absolutización de proyectos, normas, estructuras, que se le imponen a la ciudadanía y frente a las cuales no hay apelación, porque el poder se concentra progresivamente en una clase dirigente y, más en concreto, en un “presidente”, que pretende saberlo y decidirlo todo (omnisciente y omnipotente). Ilustrativa al respecto es la reciente Ley Antibloqueo. Estado de Derecho, división de poderes, derechos humanos, todo se relativiza frente a esa pretensión absolutista. Consignas como “Revolución o muerte” y otras semejantes simbolizan la referida tendencia hacia la sacralización del poder político, que usurpa la soberanía del pueblo y la traslada al Régimen (partido, jefe).

Dada esta orientación totalitaria (absolutizante, idolátrica) de la actual dictadura militar comunista, se explica por qué la disidencia y la oposición a la misma no se funda en solas razones políticas, sino también religiosas.

Dios es el supremo defensor del ser humano, garantía total de la dignidad y los derechos de este, creado para participar en el plan global divino de comunión humano-divina e interhumana.

 


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