Al salir del supermercado, vi a una persona darle un dinerillo a una pobre mujer con niño en brazo, y dos pequeños más a sus lados. En respuesta al gesto, le dijo: “Que Dios se lo pague, señora, pero esto no alcanza ni para un paquete de harina”. De vuelta al comercio, resolvimos.

Un simple acto caritativo me condujo a ver la realidad que por un momento había perdido. La vida lo vale todo, pero en Venezuela, al parecer, no vale nada o muy poco. La moneda más devaluada que el mismo recuerdo del Libertador, a quien ni siquiera una mamarrachada le dedicó la peste el 24 de julio próximo pasado

Esa escena la vemos a diario, como prueba evidente de que el socialismo coloreado de un rojo alarmante, no ha sabido ni podido afrontar la pobreza que cargan consigo los indigentes, pobres seres de nuestro país. Situación que se ha visto agravada en tiempos de pandemia, y en medio de ese afán enloquecido de llamar a elecciones a troche y moche.

Muchos de ellos –indigentes, gente hambrienta y desposeída– aún siguen recorriendo las calles de la ciudad: niños, mujeres, preñadas algunas, indigentes todos; deambulan sin saber a dónde ir, y esta triste realidad debe llamar la atención de la sociedad en general, principalmente del Estado (hoy en manos de un gobierno usurpador), que en situaciones normales de la nación, los órganos competentes se encargarían de atender la asistencia o desarrollo social.

Suena iluso, quizá quijotesco, pero aquel “gobierno” que se ufana de ser humanista, no solo dista de serlo, sino que propicia situaciones que llevan a estos seres al abandono. Veamos:

La indigencia constituye una realidad que está ante nuestros ojos; no se trata de ornato público, es una de las tantas miserias humanas que debe ser atendida con verdaderas y decididas políticas públicas capaces de responder con eficacia y eficiencia. Un pueblo que no tiene hambre sonríe y es libre.

Es triste ver a tanto pordiosero, tanto indigente y sobre todo niños y jóvenes, y madres con sus hijos en los brazos como cobija, lanzando candela por la boca, intentando limpiar parabrisas con sus rudimentos, vendiendo galletas o simplemente con la mano extendida o portando un envase cualquiera en espera de alguna limosna.

El drama es nacional, y uno ve y sabe que Venezuela tiene riqueza, es una nación noble, que recibe ingresos económicos suficientes, tan suficientes que alcanzan para ayudar a otros países. Que la clase dominante haga fiesta con los recursos del erario, y al propio tiempo culpe a la comunidad internacional por unas supuestas sanciones económicas, es sencillamente inaceptable.

Existe una población carente de lo más elemental, muchos pobres, muchos indigentes, quizá debido a la falta de instrucción o de oficio, ignorancia, conductas viciosas personales o familiares, y la falta de instituciones que se ocupen de socorrer a quienes están en peligro. Son seres humanos, insisto, que integran una creciente legión de personas que viven en la calle.

Vivir en la calle implica no tener espacio propio, es andar con lo puesto, casi desnudo, es no tener lo más mínimo como ropa, calzado, cobija. ¿Cuántas veces los hemos visto con repugnancia? Cuando buscan entre los desechos vasos y botellas con restos de bebida y comida que otros echan a la basura, cuando alcanzar un mendrugo de pan en las pilas de desperdicios se ha convertido en una proeza para estos tristes seres.

Esta triste radiografía se la pueden imaginar en tiempo de COVID-19 (coronavirus), y seguro estoy de lo espeluznante que puede lucir en vuestras mentes y en sus impactados pensamientos.

Los factores que producen la indigencia son tan variados y complejos. Solo un Estado en manos de un gobierno eficiente y consustanciado con la población, con verdadera vocación de servicio, puede combatirlos en toda su magnitud.

Claro que hay miseria y desde luego, un pésimo gobierno que lleva en el ala el plomo de la ilegitimidad de origen, y en su desempeño vemos, para desdicha de la población, la ilegitimidad muy marcada en su espurio ejercicio.

No hay pan, el circo empeora, el gigante no existe, desapareció. Los enanos crecen en pobreza, desolación por todas partes.

Decía el poeta Andrés Eloy Blanco que “Venezuela no caminará en tanto no se ponga en las manos de su pueblo un pan del tamaño de su hambre”.

Ello no significa promover el facilismo, el hedonismo, lo material por encima de los valores del espíritu, pues sería indiferente a este terrible problema social. La indigencia debe enfrentarse con entereza, decidido empeño y verdadera disposición, pues de suyo este mal social implica pobreza y necesidad de muchos venezolanos.

Formidable sería, quizá, un “Estado Bienestar” o una sociedad de abundancia, y no está visión obtusa del socialismo que pretende llevarnos al empobrecimiento de todos, retrotraernos a etapas ya superadas en lo político, social y económico, lo cual debe ser analizado y rechazado por la mayoría de los venezolanos.

Rechacemos esa estructura social basada en la economía de subsistencia, la propiedad colectiva, el desarrollo “endógeno”, la igualación hacia abajo y el reparto comunitario de bienes en un marco de escasez.

La situación narrada es otro motivo que, sumado a los vicios de ilegalidad e inconstitucionalidad de la convocatoria, debe conducir a la postergación o aplazamiento de ese circo electoral que han planeado realizar el próximo 6 de diciembre de este año.

Finalmente, el último dígito de mi cédula de identidad me indica, por suerte, que debo a diario seguir buscando la esperanza en todas mis cajas, revolver, inventar, desocupar los refugios… toca unir los vidrios rotos y procurar no asquearme.

Escribir, que las palabras no se atreverán a crucificarme. No llevan la valentía para eso ni la cobardía tampoco de correr. La palabra puede ser el vinagre en las heridas, y el veneno en el silencio hacernos daño.

En esta hora aciaga ni nunca, no bajaré persianas a mis ojos, no dejaré de escuchar. No haré silencio.


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