Si no fuese porque, a pesar de ser capital y asiento de los poderes públicos ―es un decir, no hay pluralidad de poderes como prescribía Montesquieu: todos están bajo la autoritaria jurisdicción del pretorianismo castro bolivariano―, Caracas involuciona en términos urbanos y medioambientales en desmedro del hábitat, su ciudadanía  podría celebrar el cumpleaños 74 de la plaza Altamira, abierta al público un día como hoy, 11 de agosto, mas en 1945, poco después de la devastación atómica de Hiroshima y Nagasaki.

Diseñada por Arthur Kahn, arquitecto, trombonista y cantante nacido en Turquía,  y construida por el promotor inmobiliario de ancestros galos  Luis Roche, el ágora de la oposición y albergue de  alegrías, frustraciones y desencantos, fue hito en el trazado urbano de la cursilonamente llamada  “Sultana del Ávila” ―Odalisca rendida a los pies del Sultán enamorado, según versos de Juan Antonio Pérez Bonalde (Vuelta a la patria, 1877) ― o “Sucursal del Cielo”, mote no exento  de sarcasmo e irreverencia: convertir la caldera del diablo en agencia del Creador es, además de una suerte de impossibilia, una solemne irreverencia.

Durante el paro petrolero (2002), la plaza fue el punto de convergencia de militares disidentes y civiles indignados por la deriva totalitaria del socialismo neosecular y el proceso de cubanización y desinstitucionalización del país; a diario, millares de manifestantes se concentraron en el simbólico espacio, convirtiéndose en objetos del espionaje oficial y potenciales presos políticos. También en blanco de pistoleros intoxicados con la ensalada ideológica del comandante todavía no inmortalizado. Como Joao de Gouveia, taxista de profesión, madeirense de nacimiento y sicario de vocación, presunto hombre de Bernal, quien, para colorear con matices sanguinolentos las navidades en ciernes, disparó contra una multitud inerme allí reunida, asesinando a 3 personas e hiriendo otras 29 ―cuando evoco estos sucesos pienso con tristeza en una entrañable compañera de trabajo de ARS Publicidad, Priscila Salas, muerta 8 años después, a consecuencia de la tetraplejia ocasionada por uno de los proyectiles disparados por De Gouveia―.

Al convicto y confeso gatillo alegre llamó señor el comandante galáctico y de vaina no lo hizo caballero de su mesa redonda, esa donde se sentaban vengadores y revanchistas de manos tan enrojecidas como las del psicópata portugués; sin embargo, no tardaron los camisas rojas en reputar a este de agente provocador de la oposición. De acuerdo con esa narrativa, el supuesto orate habría sido pavlovianamente condicionado a fin de perpetrar el atentado y “generar una matriz de opinión desfavorable a Chávez, propiciando su derrocamiento”. Una auténtica piratería de los primeros titulares del despacho de Información y Comunicación, recreado o refundado en agosto del turbulento 2002 y adscrito a la Vicepresidencia Sectorial de Comunicación, Turismo y Cultura.

La piratería ha sido rasgo sobresaliente de las declaraciones, aclaraciones y explicaciones de los capitanes del siniestro barco de la información oficial, desde Julio Montes (1999) hasta Jorge Rodríguez (2019) ―¡20 años!―, pasando por una abultada lista de portavoces con licencia para faltar a la verdad; y, pensándolo bien, semejante trajín no es exclusivo del ministerio de los embustes, sino denominador común de todos los organismos de un gobierno impostor encabezado por un avatar del capitán Garfio. Por eso, los enviados de Maduro enrumbaron de buena gana sus embarcaciones a Barbados.  Con igual entusiasmo hubiesen singlado a Bahamas o Caimán. Total, las grandes y profundas grutas del trío insular fueron guaridas de filibusteros a lo largo de los siglos XVII y XVIII. En sus playas fondeaban galeones con la Jolly Roger, la aterradora bandera negra con la calavera blanca sobre dos tibias, enarbolada al palo mayor, mientras sus tripulantes trasegaban ron y excavaban fosas para sepultar el producto de sus pillajes, legendarios y codiciados tesoros escondidos, cuyos mapas guardarán en insondables escondrijos capitanes tuertos, mancos y cojos.

La tópica semblanza vino a cuento porque en una de las películas de la saga Piratas del Caribe, emitida por enésima vez en un canal de cable, escuchamos y vimos a Jack Sparrow (Johnny Deep) preguntar: ¿Para qué pelear si podemos negociar? Obviamente, asociamos la interrogante con el conciliábulo de Barbados. En esta pequeña nación antillana de enigmático nombre ―¿a quién se le ocurriría llamar Barbados a una isla de barbilampiños?―, por iniciativa y pertinacia del Reino de Noruega, conversaron cara a cara ―se ven las caras, se ven las caras, ¡vaya!, pero nunca el corazón― delegados del interino y del usurpador en el más absoluto de los secretos. Un hermético encuentro devenido abruptamente en desencuentro a raíz del recrudecimiento de las sanciones impuestas por Estados Unidos a la coalición PSUV/FANB,  penúltimo Trumpetazo de advertencia  ―el último sería el embargo, arma de doble filo si nos atenemos a los efectos del aplicado a la Cuba castrista―,  ante el cual Nick, el duro de tumbar, no puso sus barba(do)s en remojo; al contrario, reaccionó como muchacho malcriado y en su ahora no voy pa’ la escuela ni me tomo la sopa, pateó con “furia bolivariana” la mesa soñada y acariciada como eterna, poniendo  puntos suspensivos, si no punto final, a la gran apuesta nórdica.

El problema no es el problema. El problema es tu actitud sobre el problema”. El cantinflesco retruécano es frase sustraída a la producción de Disney; lo traemos a colación, pues, a pesar de su disposición a curar un mal endémico ―el mal de Chávez―, la comunidad internacional recurre al placebo electoral problematizando la solución. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones; empero, con audacia y creatividad, la senda de la negociación podría retomarse a objeto, se me ocurre, de entregar a Maduro a Putin y Xi Jinping en prenda o consignación por las deudas contraídas con Rusia y China. Hay antecedentes: los 7 electores del sacro imperio romano germánico  empeñaron un rey a los hosteleros y taberneros de Maguncia por no poder saldar las cuentas acumuladas en maratónico conclave; deudas, refiere Álvaro Cunqueiro en la Cocina cristiana de Occidente, correspondientes a alojamiento, alimentación y bebidas de los arzobispos de Mainz, Tréveris y Colonia, el rey de Bohemia, el conde Palatino del Rin, el duque de Sajonia,  el margrave de Brandeburgo y los multitudinarios séquitos de cada uno de estos dignatarios: en 8 meses se zamparon 2.000 cerdos, 26.000  gallinas y gallos, 800 faisanes, 140 corzos, 2.000 corderos, 3.000 libras de manteca, 6.000 de tocino y 2.000 de truchas; además, se echaron al coleto 2.000 barricas de vino y otras tantas de cerveza. No tenían cobres los electores, pero el soberano pignorado valdría su peso en oro. No es el caso del reyecito rojo. Acaso convenga entregárselo a Cuba a cambio de nada.

Quienes, con un saco de fe a cuestas, elevaron plegarias a Judas Tadeo o al médico celestial, Benito de Palermo, santos que de tan viejos olvidaron las técnicas del milagro, se preguntarán ¿y ahora qué? Ahora, conjeturo, debe o debería venir lo bueno, porque, así cantaba Tito Rodríguez, “el tic-tac del reloj pasa como los años y esperar hace daño”, y la Operación Libertad no puede continuar en el limbo del último recurso, mientras en la madriguera de los piratas constituyentes se urden soluciones de continuidad al status quo.

El fiasco de Barbados no puede ser despachado como una raya más en la ruta del cambio. Ello significaría otra decepción para el sufriente y paciente pueblo, resignado a pagar con pasivo arrepentimiento su herética santificación del golpista barinés. De más acción y menos paja se requiere a fin de impedir que el país, transformado en barco fantasma, continúe surcando las aguas de la piratería y acabe irremediable y definitivamente anclado en el pasado. Quizá debamos acampar en la plaza Francia e izar en el obelisco una bandera color esperanza.

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