Buscando la paz

Hay dos palomas archiconocidas en el mundo del arte, una la dibujó Picasso y otra la esculpió el colombiano Botero. Ambos artistas –en su genialidad– intentaron persuadir a sus naciones y al mundo sobre la urgencia de la paz con sus obras maestras. Las he admirado siempre, de hecho, las he preferido frente a palomas pintadas por otros artistas como las del chino Ai Weiwei (que las ha pintado por todas partes), aunque la de este son más graciosas y contienen un desprecio exquisito.

¿Cómo no habría yo –poeta inconcluso– de pintar una paloma que me diera paz?

 

Sobrellevando el diluvio chavista

Según me enseñó mi querido y recordadísimo Hermano Iñaki en las clases de religión del colegio La Salle de La Colina donde estudié toda mi vida, hacia el final de su travesía Noé lanzó una paloma con el designio de encontrar tierra tras el diluvio universal, y cuando esta retornó con una rama de olivo en el pico supo que la tierra estaba cerca y que la inundación cesaba su tortuosa y devastadora usurpación. Es decir, nuestro ancestro en aquello de sobrellevar imperecederas tragedias –como el chavismo– alcanzaba la anhelada transición hacia la orilla de la paz advertido por la paloma.

Frente al diluvio de injusticia que ha personificado la maldad chavista yo pinté mi paloma.

 

Mi arte y sus infinitas cicatrices

No soy Picasso ni Botero, tampoco poseo el refinado veneno de Weiwei para ridiculizar al diluvio comunista, soy un impertinente y rudo blasfemo del chavismo. Solo eso. Mi arte es de brocha gorda, no delinea finas figuras, ni da volumen a la blancura perfecta; mi arte salpica rabias populares, colorea padecimientos, esculpe agonías; mi arte está –como Venezuela– desangrado. Por eso es hiperrealista, porque fotografía con fidelidad la indignación de una nación asqueada, asfixiada, casi muerta.

Mi paloma tiene infinitas cicatrices.

 

Pintar picos sin olivos

Dada nuestra escasez, pinto palomas con las manos, con mis dedos, mostrando la mugre de mis uñas. Pinto palomas sin olivo, no hay olivo, no hay nada. La tierra está arrasada, la arrasó la peste chavista. Pinto palomas –que me dan paz– al chavismo, a su Tribunal Supremo de Narcojusticia y a la meretriz que se disfraza de juez para bailarle en el tubo a los jefes del cartel de la injusticia. Pinto palomas a los verdugos, se las pinto con desprecio, se las restriego, y sí, me divierto.

Con una paloma bien pintada cesa la usurpación al menos en mi espíritu, es mi elección libre.

 

Los enemigos de la libertad

Le pinto una estética paloma a nuestros enemigos, porque eso son: “enemigos”. Sí, enemigos de Venezuela, enemigos de nuestro pueblo, del que queda, del que se ha ido en la barca del destierro; enemigos de nuestra diversidad animal y de nuestra pródiga flora; enemigos, sí, los chavistas son los enemigos de nuestros ideales, de nuestros sueños, enemigos de toda libertad en nuestro horizonte. Le pinto al chavismo, nuestro enemigo, con la brocha gorda de mi dedo, una paloma sin olivo.

Es arte, mi arte, ¿le gusta a mi enemigo la manera impertinente de mi paloma?

 

Chavismo: la peste del siglo XXI

Que los enemigos de la libertad y su pirata-meretriz –en la inundación de injusticia– decreten a un año de su estreno la prohibición de exhibir el documental más visto de la historia de Venezuela, provocando el hecho sin precedente de que lo vean en tres días casi 500.000 personas más (ya son más de 7 millones de personas que lo han visto), es un buen indicio de que el diluvio chavista se acaba, no saben cómo tapar el espléndido sol de libertad que se exhibe en nuestro cielo.

Una hermosa paloma se pinta en el horizonte. No la pinté yo, se la pinta al chavismo toda Venezuela.


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