Ilustración: Juan Diego Avendaño

El sábado 17 de marzo, luego del rechazo de varios de sus proyectos por el Congreso de la República, el presidente de Colombia amenazó con convocar una Asamblea Constituyente. Tomaba, así, el camino de Hugo Chávez, Rafael Correa y Evo Morales. No es la urgencia de los cambios sociales lo que mueve al mandatario para impulsar una reforma institucional, sino – como a sus “amigos” – la posibilidad de establecer alguna forma de permanencia indefinida en el poder. Pero, ahora, el nuevo proponente enfrenta un sistema político que, aún con sus fallas, ha demostrado gran fortaleza, capaz de superar muy difíciles pruebas.

Es curioso, pero real. Gustavo Petro, un político experimentado, que conoce bien Colombia, ignora la esencia republicana de su Constitución. En efecto, piensa –y expone públicamente – que el Congreso está obligado a aprobar los proyectos que propone el Ejecutivo (si acaso podría retocar aspectos menores). Ignora que el Poder Legislativo es independiente y que le corresponde “reformar la Constitución, hacer las leyes y ejercer control político sobre el gobierno y la administración”. Sobre todo, demuestra su inclinación autocrática, la misma que caracteriza a casi todos los dirigentes que creen tener una misión “providencial” y que, por tanto, se creen llamados a ejercer el poder indefinidamente. No admiten cederlo, ni siquiera a sus compañeros de ruta. Sobran ejemplos de distinto signo en América Latina: el supremo doctor Francia de Paraguay, don Porfirio de México, el benemérito general Gómez de Venezuela y el comandante Fidel, amo de Cuba. Tampoco faltan en el mundo.

Gustavo Petro debería saberlo: ambas “ramas” del poder tienen el mismo origen: la voluntad popular (expresada en sufragio directo). Más aún, fueron elegidos con poco más de un año de diferencia. El uno para gobernar y administrar y el otro para legislar, controlar y también – importa repetirlo – para hacer la reforma constitucional. En verdad, no lo ignora el actual presidente porque antes fue senador (2018-2022). Conviene recordar que la democracia moderna comenzó con la aparición de cuerpos de integración plural (parlamentos), a los cuales se incorporaron representantes de nuevas clases sociales (y de las ciudades) que debían autorizar ciertos actos del monarca. En resumen, con la creación de un “contrapoder”. Fueron la “Curia Regia” de León en (1188) y el Parlamento de Londres (1215). Reducirlos ahora a “asambleas de aplausos” sería fortalecer la autocracia, sistema en decadencia, propio de sociedades acostumbradas a la sumisión. No tendría sentido mantener su existencia.

También pretende Gustavo Petro ignorar la esencia del poder constituyente. No es una fuerza que se manifieste día a día, como no sea en el cumplimiento de la carta magna que ha dictado. No es un árbitro al que se recurra para resolver las discrepancias entre los órganos ejecutivo y legislativo (normales y frecuentes en las democracias). Tal función se confía, por lo general, al Poder Judicial (o a un ente especial). Es una instancia “soberana” a la que se recurre cuando se necesita adelantar cambios fundamentales en la vida de la nación. Entonces, se convoca (y de ser el caso se elige) el órgano constituyente. Así, por cierto, sucedió en Colombia en 1991. En aquel momento, ante las transformaciones ocurridas desde 1886, se llamó al pueblo a manifestar su voluntad sobre la organización (política, social y económica) del país. No es, pues, instrumento para satisfacer caprichos o ambiciones de gobernantes.

Con frecuencia quienes ejercen el poder utilizan aquel recurso con fines distintos a los previstos en la doctrina. Gómez hizo reformar 7 veces la Constitución de Venezuela (todas para asegurar su permanencia). Y en Colombia los textos dictados en el siglo XIX (1853, 1858, 1864, 1886) legitimaron los triunfos de los grupos que aspiraban al control político. Precisamente, para evitar modificaciones constantes, se establecen procedimientos especiales para la convocatoria del poder constituyente. Y la Constitución de 1991 dispuso uno muy complejo con participación decisiva del Congreso. Difícil le será a Gustavo Petro superar ese obstáculo, porque sus opositores forman mayoría en ambas Cámaras. Pero, enfrenta otra dificultad aún mayor: en su campaña electoral, para obtener el voto de sectores influyentes que no querían darlo a quien consideraban “el mal mayor”, se comprometió a no convocar una asamblea constituyente (como había revelado en 2017 que haría). ¿Puede, acaso, ignorar esa promesa?

Una de las causas del atraso del subcontinente es la inestabilidad política. El crecimiento económico, necesario para mejorar las condiciones sociales (especialmente de educación, salud y trabajo) y lograr un orden justo, requiere un ambiente de paz y seguridad, de permanencia y continuidad. Sobre todo, de esfuerzo continuo, generador de riqueza y bienestar general. Lo comprendieron hace siglos los pueblos británicos (Inglaterra, Canadá, Australia, Estados Unidos) y del norte de Europa. Sus Estados impusieron la convivencia interna; y permitieron la evolución constante de sus propias instituciones. En Europa la paz ha proporcionado un largo período de prosperidad. Y recientemente los chinos (como algunas de sus dinastías lo hicieron antes) asumieron la estabilidad como principio fundamental. Por eso, hace casi medio siglo decretaron el fin de la revolución permanente (tesis de Mao Zedong), tras años de agitación que causaron gran retraso en sus intenciones de convertirse en una verdadera potencia global.

Mucho daño ha hecho en América Latina la inestabilidad política, que provoca cambios constantes en la orientación de los gobiernos y los planes económicos y sociales. Los proyectos e iniciativas no tienen continuidad, porque se abandonan o se modifican al producirse la sustitución del gobernante que los impulsa. Así, difícilmente, puede lograrse la ejecución de un programa de largo aliento.  El país con mejores índices de bienestar es Uruguay, que es también el que ha gozado de más largos períodos de estabilidad. Le sigue Chile, que supo volver a la normalidad tras el ensayo catastrófico de la intervención armada. En el pasado, Argentina saltó de la pampa épica a potencia mundial gracias a un tiempo de trabajo productivo (no exento de errores). La ambición militar truncó un destino mejor. Venezuela se convirtió en un país moderno gracias a 40 años continuos de democracia. Caro le ha resultado jugar a la revolución.

Colombia “vive” sus contrastes y contradicciones, naturales y humanos. Le marcan acciones y le señalan destinos. Su sociedad es casi un retrato de su geografía. Ubicada entre la turbulencia del Caribe y la inmensidad del Pacífico, se siente llamada por el espíritu en los Andes y la vorágine en la selva amazónica. Su suelo, rico, permite el trabajo agrícola; y en sus ciudades se juntan académicos y burgueses adelantados, artesanos ingeniosos y gentes luchadoras. Todos han pretendido hacer la historia, a veces con proyectos comunes (la integración territorial, la independencia) o diferentes y hasta opuestos (el orden económico y social). El incumplimiento de los compromisos y la insatisfacción de los desprovistos han provocado auténticas guerras civiles (“de los mil días”, “la violencia bipartidista”, el “conflicto armado”) que han agravado los problemas. Pareció en un momento cercano (1991) que se les ponía fin con un nuevo texto constitucional. No ha sido así.

A veces se tiene la impresión de que Colombia se debate entre vivir las fantasías del tercer mundo o figurar entre los países desarrollados. De ser Macondo (con el coronel Buendía, Úrsula y Melquíades) que imaginó García Márquez o la sociedad que creyeron posible los sabios de la Expedición Botánica, que dirigió José Celestino Mutis. En realidad, las dos visiones coexisten. Una y otra inspiran acciones y han contribuido a dar orientación a la historia (e identidad a su gente). Actúan en simultáneo, con predominio alternativo. Por eso, son posibles entendimientos fundamentales o trágicos desencuentros. Como los de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander, de los liberales (Tomás Cipriano de Mosquera, Rafael Uribe y Jorge Eliécer Gaitán), los conservadores (Rafael Núñez, Rafel Reyes y Mariano Ospina) y los recientes. Han sido pocos los golpes de Estado, pero muchos los conflictos armados. Todavía se busca la paz para la actividad creadora.

En Colombia funcionan las instituciones. Gustavo Petro ganó las elecciones por los errores de los adversarios (y el apoyo de algunos de ellos). Se reconoció su triunfo. Pero, al parecer, cree que una vez en el poder puede ignorar las normas constitucionales vigentes. Ha sido ya advertido que no es posible. Y que los otros órganos del poder (cuyos titulares también han sido elegidos por el pueblo) no están dispuestos a renunciar a las atribuciones que les corresponden. Sobre todo, después de que los candidatos de la oposición se impusieron en las últimas elecciones regionales (del 23 de octubre de 2023).

* Profesor Titular de la Universidad de los Andes (Venezuela)

X: @JesusRondonN


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