Vivir en la Venezuela de hoy es una pesadilla. Pero las pesadillas no son eternas. Cuando terminan, comienza la realidad y actuamos diferente, porque después de malas experiencias nadie puede seguir siendo igual. Debemos rectificar y ser mejores.

En este momento, como muchos en Venezuela, estoy sin agua, sin Internet, sin televisión por cable e incluso sin teléfono. Solo tengo un radio por donde estoy escuchando el programa del periodista Nelson Bocaranda y rezo para que no se vaya la luz o comience una cadena presidencial, no por Nelson y mucho menos por la cadena, sino para tener la oportunidad de terminar de escribir.

Debo confesar que, a Dios gracias, no viajé el día del descarrilamiento en el Metro de Caracas, medio de transporte que fue orgullo para nuestro país. Sin embargo, días después, decidí tomar el Metro y me sentí protagonista de un programa de sobrevivencia.

Armándome de valor, como a diario hacemos tantos venezolanos, me encomendé a Dios y tomé el subterráneo. Las escaleras mecánicas al igual que el aire acondicionado no funcionaban. Miré hacia abajo y el piso se había peleado con la limpieza. Parecía que durante un tiempo cuantioso pero indeterminado, la mugre se había empecinado en incrustarse y aferrarse con fuerza a las baldosas.

Para ingresar, diseñaron un ticket que no cabe en la ranura del torniquete, un militar viejito, parado junto a él, lo rompe cuando se lo entregan o como ocurrió delante de mí, recibe un cambur a cambio de permitir el paso. En mi caso, como en la taquilla no tenían efectivo para darme vuelto, me dejaron pasar sin costo alguno. Entré y me dejé llevar. Vi muchas sandalias, cholas, zapatos y tenis roídos casi todos por el uso. Pies impacientes al igual que los míos, se movían en el mismo lugar como vía de drenaje de una espera ansiosa que se hizo infinita mientras llegaba el vagón.

Al rato, mejor dicho, después de un buen rato, el ruido sobre los rieles y una brisa fría que entraba por el túnel anunció la llegada del Metro. La gente se preparaba como si fuera a combatir en la guerra… no exageran. Ruidos, calor, mal olor. No caminas, das pasos caóticos y la multitud te arrastra y te lleva. Te fuerzan a entrar en vagones que ya vienen llenos de gente apretujada. Susurros, groserías, gritos, empujones, quejidos, eso es lo que se oye y se siente. Sudores ajenos se pegan a la ropa y a la piel. Alguien me pisa. Más sudores, risas nerviosas y se escuchan groserías en contra del gobierno.

Ante los empujones y como defensa absurda, muerdo mis labios por la impotencia y con fuerza aprieto el tubo del que logré agarrarme. Entre la multitud, una voz masculina grita que le han robado el celular. Nadie hace nada. Yo, aprieto con fuerza mi bolso, los demás hacen lo mismo. Me siento prisionera entre la gente.

Ahora soy yo quien suda. Me sacan el zapato y acrobáticamente logro ponérmelo de nuevo. Tropiezo. Casi caigo, la cercanía de un desconocido lo impide. Me tropiezan otra vez y empujo. Piso y sin querer ahora soy yo quien saca un zapato, ¿y La Paz?, me refiero a la estación por supuesto, aunque la otra paz también me hace falta.

Giro la cabeza tratando de mirar en qué estación estoy. Intento desatornillarme de cuerpos ajenos que me tienen prisionera. No lo logro. Varios vendedores ambulantes, no sé cómo, se abren paso entre la gente ofreciendo chupetas, caramelos y hasta forros de celulares de marcas extrañísimas y a precios que hacen desconfiar. No puedo bajar. Me resigno. Nuevamente me dejo llevar.

Una mujer a quien seis meses atrás escuché dentro del Metro asegurando que le quedaba un mes de vida, pide dinero y nuevamente usa la misma excusa; como ella dice: “eso no enriquece ni empobrece a nadie”. No se sabe si su enfermedad es verdad o mentira y ante la duda, alguien le grita: “¡Lo siento, doña! En Venezuela nadie tiene efectivo”.

Me pisan, piso y vuelvo a pisar. Entra una bocanada de aire a través de la puerta obstruida por la gente. Todos levantan el rostro tratando de respirar. Alguien me tapa. Me asfixio. Me rozan. Me pongo furiosa. No puedo leer por cuál estación voy. De pronto escucho: “¡Estación Artigas!”. Falta poco, una más y llego a la estación La Paz.

Suena un pito. Llegué. Se abren las puertas. Me empujan. Me sacan. Logro salir y de nuevo hay ruido, calor, mal olor. No caminas, das pasos caóticos y la multitud te lleva. Susurros, groserías, gritos, empujones, quejidos. Sudores ajenos. Alguien me pisa de nuevo. Alguien, otra vez, roba a una mujer…

Esta crónica la escribí hace quince días porque en la zona en donde vivo hubo un apagón y aunque la luz llegó, Internet no y el CPU se me averió. El texto, quedó atrapado en la computadora que debido a la falla eléctrica tuve que mandar a arreglar. El último párrafo lo agregué hoy, lo lamentable, es que el artículo no perdió vigencia.

Twitter: @jortegac15

 


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