Las recientes elecciones generales en el Reino Unido han encendido de nuevo el debate acerca de la objetividad de los grandes medios de comunicación en Occidente. Pocos esperaban el amplio margen de victoria de Boris Johnson y el Partido Conservador, y una vez conocido el resultado comenzaron las quejas del público, con relación a la línea periodística adoptada por importantes e influyentes medios, incluida la BBC.

Su cobertura, según los críticos, fue parcializada y se focalizó en las corrientes de opinión predominantes en una sección del país, la ciudad de Londres y sus suburbios, sin tomar en cuenta al resto de la nación. Algo parecido ocurrió en 2016 en Estados Unidos, donde los grandes medios ubicados en las costas este y oeste, en Nueva York, Washington, Miami, Los Ángeles y San Francisco, perdieron de vista que otro país existe más allá de esas ciudades.

Recordemos que la discusión sobre la imparcialidad de los medios, en especial de prensa escrita y televisión, se intensificó a raíz del triunfo de Donald Trump en 2016; pero pocos meses antes el resultado del referéndum británico del brexit había disparado las alarmas, en cuanto a la brecha creciente entre los contenidos informativos y de opinión de los medios tradicionales y dominantes, de un lado, y del otro el movimiento real de los pareceres y aspiraciones de los electorados democráticos.

El tema es complejo. La cuestión de la objetividad y la imparcialidad es vieja y está llena de ambigüedades. Los hechos reportados pasan por un tamiz interpretativo y no hablan por sí solos.

No obstante, la ética periodística exige que la información sea transmitida de forma honesta, sin someterla a deliberadas distorsiones. Este es un aspecto del asunto, pero en realidad el debate actual cubre otro ángulo del problema, concerniente a esta pregunta: ¿en qué medida los grandes medios de comunicación en Estados Unidos y Europa, los más influyentes periódicos y cadenas de televisión, han sucumbido a una estrecha visión de túnel dominada por la ideología de la “corrección política”, que les impide observar con claridad la compleja realidad sociopolítica contemporánea, los cambios que se están produciendo y las frustraciones y temores de millones de ciudadanos?

En otras palabras, ¿se están separando de modo irremediable los medios tradicionales y preponderantes de vastos sectores sociales, cuyas tendencias políticas se apartan del consenso de centro-izquierda que hemos llamado “corrección política”?

Lo que está en juego no es una mera cuestión de objetividad e imparcialidad; lo que está en juego es determinar si en efecto medios tan importantes como The New York Times y The Washington Post, las cadenas CNN, NBC y CBS, y hasta agencias de la relevancia de Reuters, entre otros, son ya incapaces de mostrar la variedad y diversidad políticas ubicadas fuera de los confines de sus propios valores y prejuicios.

¿Por qué han ocurrido sorpresas políticas tan patentes e impactantes como las antes mencionadas, que esos grandes medios fueron casi incapaces de detectar a tiempo, a pesar de que los datos no faltaban y eran accesibles a quienes se ocupasen de buscarles con el suficiente interés?

Es posible que el exceso de información que hoy experimentamos, el asalto constante de nuevas tecnologías que nos acosan con su incesante torrente de noticias, esté agudizando una especie de encapsulamiento mental, que nos conduce a bloquear nuestros esquemas de procesamiento a las informaciones que no armonizan con nuestras creencias y valores. Como consecuencia de ello aumenta el autoengaño y se fortalecen los mecanismos de defensa ante realidades incómodas, así como la tendencia a someternos a lo que suponemos son las opiniones mayoritarias y “correctas”. Por paradójico que parezca, estaríamos frente a una situación mediante la cual, a mayor información recibida, menor sería nuestra disposición y aptitud para estar informados.

Este es un cariz del peligro; el otro es que numerosos medios hayan decidido, o estén en curso de decidir, que su misión ya no es informar sino formar parte beligerante de la lucha política, ante presuntos adversarios absolutos tan repudiables que todo lo que se haga contra ellos es legítimo.

Ahora bien, tal toma de posición colocaría al periodismo fuera del terreno de suministrar información, y le trasladaría al plano de las cruzadas ideológicas. Ello sería admisible en el caso de sociedades cerradas y sistemas políticos autoritarios, pero no creemos que lo mismo deba aplicarse en sociedades abiertas como Estados Unidos y las democracias europeas. En estas últimas, convertir a los medios en instrumentos del combate político, dejando de lado a extensos segmentos del electorado a quienes se menosprecia como gente ignorante y deplorable, constituye un error fundamental. De tomar los medios de comunicación de manera definitiva semejante camino, nos atrevemos a pronosticar que las sorpresas seguirán ocurriendo.

 


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