Es preferible perder la cédula de identidad, nuestro documento de ciudadanía, dejar de votar en elecciones que sabemos amañadas o conocer el desdén en el amor, antes que perder la razón porque entonces entran en juego palabras como psiquiatría, asilo, cura de sueño, camisas de fuerza, manicomio… Es como si alguien alarmado gritase y corriese la voz diciendo que Rodolfo Izaguirre se metió a chavista y aplaude a Nicolás Maduro para que lo nombren embajador en la Unesco, como sucedió con Luis Alberto Crespo. ¿Pero, qué le pasó a Rodolfo?, se preguntará la gente. ¡Nada, que perdió la razón!

Perderla no es lo más terrible. Lo terrible es utilizarla no para negarla sino para ir más allá de ella misma. ¡Lo hizo el nazismo! Cruzó los límites. Entró en la demencia y la convirtió en Razón. Se apoyó en la Razón para concebir, crear y poner en marcha una poderosa industria de la muerte que se nutría de judíos y polacos. Una industria tan eficaz y organizada como cualquier gran empresa capitalista.

He referido la experiencia personal que hizo que me desmoronara después de pasar bajo el famoso arco de “El trabajo os hará libres”, a la entrada del campo de concentración de Auschwitz, cerca de Cracovia. Me derrumbó no tanto el dolor de lo que allí ocurrió, visible en los hornos y en los millares de zapatos, botitas de niños, prótesis, lentes, carteras que se exhiben a los visitantes como silenciosos testimonios de espanto y de muerte, sino el horror de constatar la estructura y perfecta organización empresarial capitalista con las que se manejó aquel monstruoso crimen: la  puntual y exacta salida y recepción de los “cargamentos” humanos; el gas Cyclon B y la rápida eficiencia en el funcionamiento de los hornos, los experimentos científicos en seres vivos, los libros encuadernados con piel humana, los jabones elaborados con las cenizas de los muertos, los tejidos hechos con el pelo de las víctimas… ¡Materiales que ya eran objeto de una estudiada comercialización!

Allí la Razón cruzó sus propios límites o descubrió que no los tenía porque nadie antes había imaginado o sospechado que existía semejante frontera. La Razón pasó la línea y entró al delirio y se hundió en un océano demencial en cuyas profundidades continuaba ejercitándose el nefasto imperio de una oscura y tenebrosa racionalidad.

La Razón es el fundamento que me permite explicarme, pero ¿cómo puede explicarse el nazismo? ¿Cómo puedo explicarme a Nicolás Maduro o a cualquiera de sus cómplices?

Nietzsche sostiene (¡y es como si el filósofo estuviera mirando a un chavista cualquiera!) que son muy pocos los seres independientes. “Es un privilegio, dice, de los fuertes. Quien intente serlo sin tener necesidad, aunque tenga todo el  derecho a ello, demuestra que probablemente no es solo fuerte sino temerario hasta el exceso porque se introduce en un laberinto, multiplica mil veces más los peligros que, de suyo, ya la vida trae consigo y de estos peligros no es el menos el que nadie vea con sus ojos cómo y dónde él mismo se extravía, se aísla y es despedazado, trozo a trozo, por un Minotauro cualquiera de las cavernas de la conciencia”.

Creo que la rebelión más gloriosa y el mayor desprecio hacia el mundo cotidiano dominado por la Razón y el Orden fue la que en su momento organizó y puso en marcha el movimiento surrealista francés en los años veinte del pasado siglo. En esta hora actual de dominio científico y tecnológico no deja de ser saludable recordar que el surrealismo se fundamentaba en un ”automatismo puramente psíquico dictado por el espíritu sin control alguno por parte de la Razón ni de valoraciones estéticas o morales”. Se trataba de alcanzar y defender la libertad revelando, al mismo tiempo, la magia oculta tras la vida cotidiana, tal como lo expresó André Breton cuando confesó que amaba a los fantasmas que entran por la puerta a pleno mediodía. Se trataba de exaltar la liberación de los instintos, la glorificación del amor y de la poesía, la  búsqueda sistemática de lo maravilloso a través de un lenguaje que rechazaba cualquier intromisión de la Razón y la voluntad en el acto creador.

Pero el asunto va más allá: el acto de creación sigue siendo un misterio que nunca se resolverá porque la creación artística es expresión de lo irracional humano. Es la manifestación del inconsciente personal y colectivo y en este sentido, la obra del artista constituye el reflejo y proyección de las imágenes y contenidos del inconsciente. ¿Quién se atreve a lanzarse a ese pozo de iluminadas oscuridades para imponer normas, reglas y razones?

Porque allí, en esa oscuridad es donde se produce y tiene lugar el enfrentamiento entre el rigor intelectual y el estallido del corazón, y allí la Razón no se pierde; afortunadamente, se mira el torso y la espalda y ¡se enaltece!

 


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